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Número 22º - Noviembre 2.001


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EN TAN SOLO 45 CENTÍMETROS

Por Antonio Pérez Vázquez. Lee su curriculum.


Es curiosa la evolución que sufren algunas zonas urbanas cuando cae la noche. A veces es común encontrarse con que lugares con cierto interés turístico o paisajístico se convierten en zonas de esparcimiento nocturno.

Esto es un hecho contrastado en la mayoría de las grandes urbes de nuestro tiempo. Las plazas, parques, avenidas y demás pasan a ser un lugar de reunión obligado para todos aquellos que comienzan la noche tomándose unas copitas con los amigos al fresquito de la noche. El hecho de que se ingieran litros de alcohol no quiere decir que se los tomen "copita a copita".

Lo que rompe la lógica de este razonamiento es lo que observé la otra noche mientras pasaba la velada en una tetería muy cercana (justo enfrente) al teatro de mi ciudad, desde donde se puede ver la entrada de dicho teatro. Para asombro de propios y extraños allí había una procesión de futuros ebrios cargando con bolsas de alcohol que pasarían en breve a ocupar la mayor parte de su estómago.

Este hecho me ocupó toda mi atención en un primer momento, pero después me fijé en un detalle que desvió mi interés hacia otro hecho: las luces del teatro aún seguían encendidas. Eso quería decir que esa noche la función terminaría tarde (probablemente sería ópera) y la salida del teatro se convertiría en una mezcla extraordinariamente variopinta.

Es curioso pensar que en tan sólo 45 centímetros de cemento se pasara de un ejercicio de elegancia y buen gusto a un genocidio neuronal colectivo propiciado por el alcohol.

La medianoche acababa de llegar cuando las puertas del teatro se abrieron para dejar salir al público. Las primeras gabardinas dejaron pasar a los trajes de noche mientras el vodka y el whisky dejaban pasar a la coca-cola y la fanta de naranja.

Contra lo que se pudiera pensar en un primer momento, la mezcla no tuvo consecuencias funestas aunque no dejaba de ser un contraste de impresión. Incluso dejaban algunas escenas realmente encantadoras al ver como los padres que salían de la función saludaban a sus hijos que les esperaban a la salida, y de paso les invitaban a una degustación.

Pasados unos pocos minutos todo se había terminado y los incondicionales del vaso de plástico se quedaron solos mientras el combustible se consumía por litros. Cuando las bolsas de plástico ya estaban casi vacías comenzó el espectáculo en la calle, la ópera no había terminado aún en esa noche. Los imitadores de Plácido Domingo y compañía se unen para cantar juntos los últimos éxitos de la música contemporánea.

Cuando el recital ha terminado (después de unos cuantos bises) y el público , que a veces toma parte activa del espectáculo, ha quedado plenamente satisfecho de la actuación, se produce un sucesivo abandono de las gradas que no es otra cosa que el recorrer por los escalones de entrada al teatro. Al final se queda el teatro solo, con su fría fachada suspirando por un poco de compañía. Por desgracia la única compañía que le queda es la de los restos del "botellón"(1).

Tras presenciar todo el espectáculo, me terminé la taza de té (que por cierto ya se me había quedado frío) y emprendí al camino a casa. A lo largo del camino, pude ver algunos de los que habían estado en "el concierto", incluso algunos, bebidos, seguían haciendo bises pero en sesiones privadas. Me imagino una conversación con alguno de estos personajes:

- ¿De dónde vienes a estas horas y en ese estado?

- De donde voy a venir, del teatro.

Claro, cómo no, del teatro.

(1) Botellón: reunión social que se produce en la calle con el objeto de beber bebidas alcohólicas compradas en supermercados.