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CARL MARIA VON WEBER: LA OBRA PARA PIANO.
El sello discográfico Naxos nos ofrece, a un precio asequible y con la colaboración de estupendos intérpretes, una amplia gama de música de los más variados estilos, incluyendo compositores y repertorio a menudo difíciles de encontrar, o bien que han estado tradicionalmente más allá de las posibilidades económicas de aficionados que han deseado poseer una abundante discografía. Podemos encontrar, desde la obra pianística del polaco Karol Szymanowsky, que fue para su país como Bartók para Hungría o Falla para el nuestro, a compositores como Schnittke, Machaut, o bien obras menos conocidas de autores más mayoritarios, como las Toccatas para clave de Bach. En este caso nos ocupa la obra para piano de Carl Maria Von Weber, quizá más conocido por sus óperas o por los clarinetistas. El encargado de llevarla al teclado es el moldavo Alexander Paley, formado en Moscú, que por otra parte también se ocupa en otra grabación de Naxos, con bastante acierto, de los estudios completos de Scriabin; la que ahora nos interesa la integran cuatro CDs en los que Paley se las ve con las sonatas, colecciones de variaciones y otras piezas sueltas del elegante Weber. Las nociones de "obra maestra" o "compositor de alcance universal" deben servir para orientar nuestro gusto musical, o quizá mejor, para estudiar con especial atención estas obras o músicos y descubrir, entendiendo al mayor nivel de profundidad posible, por qué es así. Pero sucede que, desgraciadamente, y entre los mismos músicos más que entre los puros aficionados, estas "etiquetas" son a veces instrumentos de la pereza para no querer ver otra cosa, falseando la multiforme realidad del hecho musical, y colocándose a un grado de arbitrariedad parecido al de aquél que sólo compra los objetos que tienen el precio más caro, porque así parece que, sin duda, se lleva algo bueno a casa. En rigor, nadie puede hablar, por ejemplo, de la genialidad de Beethoven -con cierta seriedad, porque ahora no estamos tomando en consideración las opiniones puramente subjetivas-, si no conoce la música de sus contemporáneos, mejores o peores, y la de los que estaban antes y después de él, pues toda creación artística, por mucho que se la suba a las alturas de lo "universal", es hija de una época y habla un idioma particular. Como es lógico, hay que conocer el idioma para poder captar el mensaje; de la otra manera, se queda uno con algo tan abstracto que es casi como no haber captado nada; pensemos en la cantidad de malentendidos que han surgido de no saber colocar un mensaje en sus adecuadas coordenadas espacio-temporales. Así, la originalidad del estilo pianístico de Beethoven, por ejemplo, se empieza a apreciar con mayor perspectiva cuando uno escucha y estudia a Clementi, Weber o especialmente Hummel, y se da cuenta que a ninguno de los anteriores se le podía haber ocurrido un tiempo lento como el de la tercera sonata de Beethoven, una profunda meditación, insólita, que aparece después de un primer tiempo optimista y virtuosístico, que parecía suscribir sin más, con todos sus atrevimientos, al estilo de la época. Queremos decir con esto que autores como el que ahora nos interesa, Carl Maria von Weber, merecen seguir siendo tocados y estudiados en el ámbito pianístico, por su propio valor intrínseco y por la necesidad de tener referentes al lado de los maestros considerados de primera fila, para poder reconstruir con la mayor fidelidad posible el tejido artístico y vital del que brotó, siguiendo con el ejemplo, la creación beethoveniana, pues prescindir de él es arrancar las raíces que lo unen a este mundo y convertirlo en una especie de semidiós inaccesible, abstracto, del que todos dicen que es un genio pero nadie sabe bien por qué, y lo que es peor, a muchos empieza ya a aburrirle -¿no será porque no le encuentran sentido?-. Pasemos ahora a hablar brevemente de Weber y su música para piano, y luego de la interpretación de Paley. Como es sabido, Carl Maria Von Weber (1786-1826; nótese la cronología muy parecida a la del maestro de Bonn) es un compositor que ha pasado a la historia sobre todo por ser el pionero de la ópera romántica alemana, con tres títulos muy célebres: Der Freischütz, Euryanthe y Oberon, que van creando el mundo mágico en que se moverán Mendelssohn, Schumann o Wagner, la orquesta como un organismo vivo gigante, un bosque lleno de animales y duendecillos. Su faceta de virtuoso del piano ya es menos conocida, más a través de los libros de historia de la música o los manuales para preparar oposiciones de piano, que de su propia música, lo cual es un poco triste, y recuerda a compositores como Anton Webern, que se conocen más por los análisis de sus obras que, en ocasiones, por sus obras mismas. Le gustaba mucho el clarinete, del que dejó una notable producción en el terreno concertístico, sin olvidar el Gran dúo con piano, y de su música de piano son bastante conocidos los dos conciertos para piano, la Konzertstück en fa menor, y por supuesto Invitación a la danza, pieza festiva y elegante, llena de encanto, para piano solo. Compuso además cuatro grandes sonatas, ocho colecciones de variaciones sobre temas de ópera, canciones conocidas de la época y temas propios, así como piezas sueltas de carácter brillante como Polonesas, Rondós, etc. según era habitual. Su vocación al teatro, como sucede con Mozart -aunque de forma distinta-, se manifiesta en su música instrumental, tanto en rasgos de estilo como en la propia esencia de muchas piezas, totalmente orientadas a lo escénico, a la sala de conciertos y pensadas para arrancar el aplauso del público. Esto le lleva a practicar un tremendo virtuosismo en el piano, con el consiguiente desarrollo de la escritura y la ampliación de los recursos de un instrumento que iba consolidando su éxito. Weber se sitúa en la primera generación de virtuosos del piano, músicos verdaderamente incansables, que tocaban programas larguísimos y muy heterogéneos, capaces de improvisar un "Allegro di bravura" sobre un tema propuesto por el público, de realizar verdaderas acrobacias en el piano al límite del delirio, etc. sometidos a todo tipo de penurias en las giras, en condiciones que sólo podían soportar los robustos hombres de antaño. Eran verdaderos experimentadores sobre el piano, como nos lo muestra la atrevida escritura de Weber ya desde la primera sonata, o en las variaciones Op. 28, y el alcance de sus hallazgos sólo puede ser apreciado comparándolos con la recatada manera pianística de sólo veinte años antes. El piano había pasado del clavicordio a efectos virtuosísticos que nos podrían parecer del mismo Liszt. La técnica que desarrolló Weber tiene mucho que ver con las posibilidades de su "legendaria" mano, que debió de ser tan grande que le permitiera abarcar décimas con bastante tranquilidad, y hasta undécimas, como hace notar Piero Rattalino. Por ello los grandes acordes y las octavas -fundamentales en la técnica lisztiana- serán recursos dominantes en el pianismo de Weber desde su juventud. Rattalino también insiste en la imaginación tímbrica de nuestro compositor, pues era un buen orquestador, y enriquecerá notablemente las posibilidades del piano (como también hará Beethoven a su manera), pero creando recursos específicamente pianísticos, que dominaba perfectamente con su gran mano. Una obra como las variaciones Op. 40 nos da una idea de su dominio de la escritura para piano, de su adecuada síntesis entre innovación y equilibrio sonoro. Su piano suena poderoso, amplio, "dramático", aunque no hay que olvidar que en muchas piezas, sobre todo las primeras sonatas, cae en un estilo algo "facilón", simple, repitiendo las maneras heredadas del clasicismo de forma rutinaria, quizá sin la distinción que a veces presenta Hummel. Lo que a nivel de escritura pianística son conquistas, a veces resulta insípido a nivel de sustancia musical. Y ahí está una importante diferencia con Beethoven: la originalidad de instrumentador no está en él disociada con la "verdad" musical, con la elevación de su discurso; una excelente retórica al servicio de "nobles" ideas. Hay que decir que, incluso, a veces el pensamiento musical de Beethoven trasciende los medios musicales de que disponía, no encontrando una expresión exactamente adecuada a sus exigencias, de ahí las especiales dificultades que presenta el piano de Beethoven; Weber, en cambio, parece lo contrario, es decir, que su imaginación pianística está por encima de la idea musical, y esto la realza y la hace aparecer como más sustanciosa. Creemos necesario disipar algunos prejuicios contra los "técnicos" del piano, aunque su música, en sí misma, parezca tener poco interés; recordemos que la mayor pianista que ha existido, Clara Schumann, se formó precisamente con "allegros di bravura", transcripciones brillantes, etc. al lado de obras de más entidad, lo que le proporcionó una gran técnica al servicio de un amplísimo repertorio. El prestar atención a la paja no debe significar necesariamente que no se la sabe distinguir del grano, forzando un poco las cosas. Alexander Paley ha realizado un buen trabajo con la música de Weber; ante todo, es de agradecer que un pianista emprenda la "heroica" grabación de la obra para piano solo -los escasos datos disponibles me hacen dudar de que esté completa- de este compositor, y que además sea fácilmente accesible. Paley resuelve despreocupadamente las grandes dificultades de estas músicas, con abundantes pasajes de "perpetuum mobile" a gran velocidad, que exigen claridad en la dicción pianística, dibujos de juego perlado, grandes acordes, potentes octavas, escalas en terceras, etc. Todo ello se realiza con una técnica admirable, de grandes recursos y dominio de las posibilidades sonoras del piano. Pero se tiene la sensación de que hay algo extraño, de alguna manera ajeno al estilo, que parece distorsionar ligeramente la expresión de algunas piezas. Sabemos la problemática de tocar en el piano moderno una música que es complicado situar: no es clasicismo a la manera de Mozart o Haydn, pero tampoco pertenece con rigor al pianismo romántico. Hay un difícil equilibrio entre una expresión clásica, contenida, pero vertida en una escritura de grandes efectos. Lo que creemos que sucede con Paley es que en ocasiones parece haberse olvidado de cómo sonaría Weber en un fortepiano vienés de 1800, y no queremos con esto pecar de historicismo o pedantería, sino dar una expresión lo más adecuada posible a estas piezas. Weber escribe con gran audacia, pero su música aún participa de una concepción y de una instrumento muy vinculados al pasado, lo cual explicaremos a continuación. El profesor de antropología filosófica Jorge Vicente Arregui defendió, en un congreso de filosofía celebrado el año pasado en la Universidad de Málaga, que las emociones son construidas culturalmente, esto es, que cada época y cultura tienen un modo particular de vivir las emociones, e incluso de dotarlas de contenido. Nosotros defendemos que la expresión musical del barroco, clasicismo e incluso principios del romanticismo participa de una concepción racional-mecanicista de las emociones, lo cual no quiere decir el tremendo error de que sólo a partir del romanticismo podamos emocionarnos libremente con la música, sino que antes los aspectos sentimentales tenían otras formas, dominadas, a nuestro juicio, por el elemento "máquina". Y es precisamente lo que echamos de menos en la interpretación de Paley, el sentir la claridad, la depuración, incluso la sequedad de la "máquina", pues su piano suena muchas veces, echándole imaginación, como "de carne", cercano a Rachmaninov, Scriabin o Debussy -no Ravel-, agitado internamente, como si no estuviera muy controlado. El sentido musical nos pide contención, eliminar masa sonora y ciertos efectos pedalísticos, hacia un estilo más distante, mediado por la "máquina", donde el piano se revele más cristalino, más perfeccionista en el manejo de la duración del sonido, acortando siempre un poco antes, sin que esto signifique merma alguna de la "verdad" artística, de la calidad humana de la música. Tenemos que aprender a emocionarnos, precisamente, con la máquina, no como algo ajeno a lo humano, sino como un elemento constitutivo de la propia emoción. El público del siglo XVIII lloraba con el clavicordio -diferenciemos del clavecín- y si ahora lo oímos, nuestra sensibilidad, que quizá ha perdido en sutileza, apenas percibe unos ruidos, un sonido de poca calidad, y de emocionarse, ni hablar. Si percibimos la confesión sincera, el tímido lamento que dejan entrever los ruidos de la máquina y las formas aparentemente impersonales de muchas de estas músicas, habremos simpatizado con esta estética. Paralelamente al desarrollo de corrientes del sentimiento y de la vida como fuerza irracional, acaecidas en el desarrollo del pensamiento en el pasado siglo y principios de éste, la música también ha conocido una progresiva liberación de las emociones respecto de la máquina, hasta llegar a ciertas músicas de nuestro siglo donde la liberación ha sido casi total; toda una serie de monstruos ocultos en la psique humana han campado a sus anchas ante la impotencia de la razón-máquina, a la luz del día y ante la vista de todos. No queremos decir que sea algo malo ni nada por el estilo, es un momento esencial para la autoconciencia humana y para la creación musical, que tiene entre estas obras, a nuestro juicio, cimas indiscutibles del arte de los sonidos. Volviendo a Weber y a su intérprete, entendemos que la escritura tan desarrollada, los grandes acordes, etc. parece que piden un piano de Liszt o Brahms, pero no olvidemos que Weber todavía toca un instrumento donde la máquina esta muy presente -sobre todo, el registro medio-agudo suena muy percusivo y las notas muy individualizadas, los graves no son espesos, el sonido es débil y no dura como el de un Steinway- y esto se debe notar aunque toquemos en un piano moderno acostumbrados a los grandes románticos. No se trata de despreciar los recursos del piano actual, sino de utilizarlos con todo su potencial para vivificar músicas de otra época sin que por ello pierdan su esencia, como han hecho siempre los grandes pianistas con Bach. También creemos, a título personal, que siempre es preferible tocar música "con alma", con participación vital del intérprete aún al margen del estilo, antes que una interpretación aséptica por discutibles pretensiones historicistas, en la que el músico no entiende ni goza con lo que hace -peor el remedio que la enfermedad-; aunque nótese que esto se dice a un nivel mayor de generalidad. Agradecemos a Paley y a Naxos por esta interpretación del pianismo de Weber, y esperamos que sirva para su necesaria difusión, deseando encontrar con la misma facilidad la obra para piano de Field, Hummel, Thalbrerg, Dussek, etc.
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