Revista en Internet
Número 1º - Febrero 2000


Secciones: 
Portada.
Editorial.
Quiénes somos
Entrevistas
Artículos
El lector opina
Web del mes
Crítica musical
Midi del mes 
Tablón anuncios

PANCRACE ROYER: "PIECES DE CLAVECIN".
Sello Harmonia mundi.

 

Por Juan Manuel Cisneros

Si tuviéramos que señalar dos épocas verdaderamente afortunadas para la historia de la música francesa no dudaríamos en mencionar, por un lado, la transición del siglo XIX al XX -y las primeras décadas de éste- en la que se sitúan las creaciones de Ravel y Debussy, y por otro, el barroco vocal e instrumental, con un especial énfasis en la escuela clavecinística. El registro que nos proponemos comentar, aparecido en la colección "musique d'abord" del sello francés "harmonia mundi" en el año 1992 (no obstante, la grabación es de 1979) está dedicado a la música de uno de los últimos representantes de esta escuela francesa de teclado, el prácticamente desconocido Pancrace Royer. En esta colección podemos encontrar una estupenda antología de la producción para clave de nuestros vecinos franceses a cargo de reputados intérpretes, como Kenneth Gilbert, Christophe Rousset o William Christe, que es el encargado de nuestro autor, en excelentes instrumentos que en algunos casos son piezas de museo, como el empleado por Gilbert en las suites de Jean-Henry d'Anglebert, un Albert Delin de 1768. Está la obra completa de las dos figuras quizá más conocidas dentro de este estilo, como son Jean-Philippe Rameau y François Couperin "le Grand", pero sin olvidar al lado de estos frutos maduros del barroco tardío, aquellos que fueron forjando y consolidando la tradición a lo largo del siglo XVII, como son el "fundador" J. Champion de Chambonnières, Henry Dumont, Louis Couperin, el ya mencionado d'Anglebert, quien por otra parte elaboró una tabla de ornamentos sobre la que se inspiró Bach para preparar la suya a su hijo Wilhelm Friedemann; así como algunas figuras posteriores que participan de esta herencia, como es el caso de Joseph Nicolas Pancrace Royer (ca. 1705-1755), quien, junto a otros contemporáneos suyos quizá de inferior altura musical, llevará, al lado de Rameau y Couperin, a esta valiosa tradición al punto máximo y final de su desarrollo, ya altamente sofisticada.

Pancrace Royer fue un músico que podríamos relacionar bastante con Rameau; al igual que éste, centró su atención en el teclado y en el mundo de la ópera, realizó también transcripciones para clave de fragmentos operísticos, como es el caso de La Zaïde, La Marche des Scythes o Les Matelots, incluidas en nuestro disco. Las piezas que lo integran pertenecen al Primer Libro de "Pièces de clavecin", dedicado "à Mesdames de France composé par Mr Royer, Ordinaire de la Musique du Roy et Maitre de Musique des Enfants de France", año 1746. Se trata de catorce piezas con los habituales encabezamientos de la época, como La Majestuese, L'Incertaine, La Remouleuse, títulos que también podemos encontrar en Rameau o Couperin, y que responden más a una costumbre que a una intención programática o de retrato psicológico, aunque se percibe una vaga relación entre los "nombres" y el ambiente expresivo de la pieza. Pueden ser útiles para el intérprete y para orientar el disfrute del que escucha, pues no es lo mismo disponerse a oir "otra Courante más" que prepararnos para quedar admirados ante "La Majestuosa", aunque efectivamente sea "una Courante como otras". Es una manera de individualizar, de convertirla en una pieza singular. Estas obritas nos demuestran el alto grado de sofisticación a que llegó la música francesa de teclado de la época; junto a la escritura amplia y profusamente ornamentada, derivada de los antiguos preludios "non-mesuré" de la generación anterior -caso de la Allemande en do menor-, aparecen piezas de una expresión extrema, llenas de vehemente pasión y que utilizan los recursos del clave hasta límites insospechados, capaces subyugar al oyente de hoy "curtido" en la música de nuestro siglo; a este grupo pertenece Le Vertigo, un Rondeau de cierta impronta italiana, próximo por la violencia de sus sonoridades a algunas de las más atrevidas sonatas de Scarlatti -pensemos en la sonata en re K. 119-; por otro lado aparecen piezas que, parafraseando al Dante, podríamos llamar del "dolce stilo nuovo", elegantes y delicadas, caracterizadas por una escritura a dos partes que apenas descienden a los graves. Buena parte de la producción de Rameau obedece a este estilo suave, ligero de texturas pero no tanto de ornamentación -aunque esto depende a menudo de los intérpretes- y se encuadra en una estética "galante", de la que se va a derivar la "manera" predominante en el piano clásico. A este estilo pertenecen La Zaïde o la Suitte de la Bagatelle. Por otro lado están las características piezas lánguidas, con sus melodías delicadamente tristes, la refinada armonía y la escritura bien desarrollada, perfectamente adecuada a un instrumento ya bastante conocido, que representan la madurez de toda una tradición llevada a su perfección. Aquí incluiríamos L'Incertaine o Les tendres sentiments.

Al oir estas piezas a William Christie sentimos, ante todo, autenticidad. La manera en que nuestro intérprete vivifica cada una de las piezas, sin caer en amaneramientos o violentar el estilo, nos hace apreciar como hasta el más pequeño detalle expresivo, implícito en la escritura musical pero quizá no presente a simple vista, encuentra un cauce apropiado para manifestarse; nada parece quedar fuera en su brillante y emotivo "discurso". Hace que esta música, lejana a nosotros por su sonoridad y estilo, nos resulte familiar, plena de sentido, como si un viejo clavecinista de la época hubiera llegado hasta nosotros para tocar la música que vive e interpreta a diario, que es para él casi un segundo lenguaje. Sabemos las limitaciones sonoras del clave; quizá la que en apariencia más afecte a la capacidad expresiva es la imposibilidad de jugar con las gradaciones dinámicas -sin considerar los cambios de registro-, sobre todo si comparamos con nuestro piano moderno y sus infinitas posibilidades en este aspecto. Ante esta "carencia fundamental", el clavecinista debe trabajar muy duro para que su música no resulte monótona, seca o privada de expresión. Ha de ser extremadamente hábil en el manejo del tempo a pequeña escala, esto es, como elemento de fraseo, lo que hace que una pieza del tipo obertura francesa pueda resultar repetitiva y pesada o majestuosa y apasionada; o una música de tipo galante resulte refinada y sentimental o llena de sobresaltos que no vienen a cuento. Christie maneja el tiempo con gran libertad, pues estas piezas piden ser flexible para no asfixiar la expresión, quizá hasta límites que pueden parecer exagerados; sabemos que la estética de esta época era tendente a la expresión libre de los afectos, a valorar la capacidad de emocionar y emocionarse (véase el famoso "Ensayo sobre la verdadera manera..." del más ilustre vástago del gran Bach). Nuestro intérprete hace que esta música suene fresca, espontánea, acercándonos a la manera en que se sentía la música en esta época. También es hábil su manejo de los registros, que como sabemos no eran considerados entonces como elemento de variedad tímbrica, sino como determinantes de mayor o menor intensidad sonora. El clave suena poderoso, monumental, en piezas como La Majestuese o la Allemande, con sus bajos profundos, y transparente y delicado en La Sensible. Con los recursos mecánicos del clave se puede conseguir casi cualquier cosa, como nos demostró Rafael Puyana en su interpretación del Fandango del padre Soler.

La ornamentación, en las manos de nuestro clavicembalista, se carga de expresión y en ningún momento parece "añadida", en el sentido no de creación personal sino de fusión e integración en el discurso general, pues en la interpretación que, por ejemplo, ofrece Gilbert Rowland de las pièces de Rameau, en ocasiones parece que la linea melódica se ha diluído totalmente entre el mar de ornamentos, aunque ello no impida que sea una buena versión, con momentos muy brillantes como el preludio de primera Suite en la menor.

La música para clave y similares, esto es, espineta, virginal, etc. tiene dos fuentes importantes: la música de órgano derivada de modelos vocales, y la destinada a instrumentos de cuerda punteada como el laúd. Casi en los tiempos de J. S. Bach, el clave se hallaba muy emparentado con el laúd, y mucha música se destinaba indistintamente para uno o el otro instrumento. Con el final de las escuelas clavicembalísticas, no obstante, ya se había desarrollado un repertorio de características y recursos propios específicamente del clavecín, no asimilables al clavicordio, como es el caso de esta escuela francesa -y no tanto del gran Bach, cuya música no llega a tener este grado de especificidad en relación al instrumento, es más abstracta- y en particular de nuestro autor, Pancrace Royer. Estamos ante una música netamente clavecinística, correspondiente a una fase de madurez, final, de un estilo que nos ha dejado bellísimas músicas, quizá no siempre "profundas" pero cargadas de carácter propio, en definitiva, de vida, y con ello, de algunas sorpresas o cosas insólitas para nuestro gusto, a veces pobre y quizá limitado en autores y épocas ya muy "trilladas".

Por último, quizá se echan de menos más versiones pianísticas disponibles del barroco francés, pues el piano moderno, por su casi infinita plasticidad, puede ser una especie de "medium" por cuya boca hablen los más variados espíritus sin que su mensaje quede desnaturalizado, y sobre todo para difundir más estas músicas por las salas de conciertos, pues los pianistas no debieran tener miedo de estas cosas después de que hace más de veinte años que Antonio Baciero se las viera con Cabezón en un Stenway.