Revista mensual de publicación en Internet
Número 36º - Enero de 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
HEINE (I)

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.


Heinrich Heine

La amarga decepción que para la Alemania liberal, seguidora esperanzada de los acontecimientos parisinos de finales del siglo XVIII,  supuso la Restauración (1815-1830) fue paralela a un retroceso en el terreno artístico que iba a dar lugar a la visión del mundo irónica, a veces sarcástica, que caracteriza la obra del exiliado Heinrich Heine. De éste, que es considerado el último heredero del romanticismo alemán, puede decirse que es uno de esos raros hombres de letras que ha dejado una duradera huella en la música, huella que puede rastrearse desde tres perspectivas: como renovador de la poesía alemana e inspirador de un corpus liederístico igualmente renovado; como melómano que incorporó sus opiniones y experiencias musicales a su obra literaria (con especial hincapié en las Noches florentinas); y, por último, como autor de una revisión narrativa de la leyenda del holandés errante, germen de la célebre ópera wagneriana.

Nacido en Düsseldorf en 1797, Heine pertenece a una época en la que, según palabras del príncipe Metternich, la vieja Europa se encontraba “al principio de su fin”, un momento de crisis en el que las aspiraciones de unidad nacional, y de una Constitución que pusiera fin al absolutismo, propiciando con ello la instauración de un Estado moderno, tenían que convivir con la cotidiana realidad de una Alemania dividida en treinta y nueve estados en los que la nobleza se aferraba a sus tradicionales privilegios, entre ellos los de dictar sus gustos en materia de poesía y música. Durante estos años el arte es aún un lujo aristocrático cuya función no es otra que la de mostrar la magnificencia de un príncipe y su corte, un arte, pues, decorativo, política y socialmente reaccionario, que se conciliaba mal con las inquietudes, revolucionarias en lo artístico y, en parte, también en lo político, de creadores como Beethoven, que iba a morir cuando todavía el fin de la Restauración parecía lejano, y del mismo Heine.

Como miembro de una burguesía ascendente que tropezaba con los viejos esquemas de la nobleza, y aún más: como judío que había disfrutado de la igualdad de derechos que, bajo la administración francesa, imperó en Renania hasta 1813, Heine tenía que encajar con dificultad en esa adusta sociedad Biedermeier fuertemente jerarquizada, y contraria a cualquier energía que despuntara en la línea del progreso, que dominaba en la Alemania de la época. Pero es que además Heine tampoco compartía el entusiasmo de su familia y de su clase por los negocios y por el establecerse socialmente a toda costa. Así, trasladado a Hamburgo, y bajo la tutela de su tío, el banquero Salomón Heine, el joven Heinrich aceptó sólo de mala gana el iniciar unos estudios de Derecho por los que no sentía el menor interés, pero que le sirvieron para introducirse en los salones literarios de Bonn, Göttingen y Berlín. En esa época empezó a publicar bajo seudónimo sus primeros poemas, que eran ya de tema amoroso y mostraban un rasgo que el poeta desarrollaría más tarde: su inspiración en las canciones populares, muy valoradas por los románticos de la Junges Deutschland (Joven Alemania). Fuera de esto, las expectativas que se abrían para Heine no pasaban de las de un gris doctor en jurisprudencia, con el obligado trámite del bautismo por medio, y por la necesidad de forjarse un lugar en la sociedad burguesa, una sociedad que ya entonces empezaba a detestar y de la que trataría de apartarse durante toda su vida.

En 1826 Heine, ya decidido a hacer una carrera literaria, inicia su relación con el que será su editor de siempre, Julius Campe, con el primer volúmen de los Reisebilder (Cuadros de viaje), obra en prosa a la que sucederá un segundo volúmen el año siguiente. Ya estos primeros libros alcanzaron gran éxito, aunque es sabido que la fama internacional de Heine se debe sobre todo a su poesía, y en concreto a Das Buch der Lieder (El libro de las canciones), que Campe publicó en 1827. Por la influencia que ejerció más allá del ámbito literario, y por el número de adaptaciones musicales que se hicieron de sus poemas, ya sólo este libro bastaría para otorgar a Heine un lugar en la historia de la música.

No es probable que ningún otro poeta, salvo Goethe, haya merecido tanto y tan contiuamente el interés de los músicos. Casi todos los románticos, desde Schubert hasta Hugo Wolf, pasando por Schumann, Mendelssohn y Liszt, pusieron música a poemas de Heine; como también hicieron Richard Strauss, Reger, Rachmaninov, Grieg y Eisler, e incluso autores tan aparentemente alejados de la estética romántica alemana como Bridge, Ives y Castelnuovo-Tedesco. A este respecto, han habido poemas especialmente afortunados cuyas distintas versiones bastarían para hacer una historia de la música (o al menos del lied) durante más de un siglo: del poema Schöne Wiege meiner Leiden hay contabilizadas veintisiete versiones; de Du bist wie eine Blume, treinta y dos; y de Die Bergstimme, ¡nada menos que cuarenta y tres!

Cabe preguntarse cuáles son los motivos de este interés tan general, que no sólo abarca al romanticismo, sino también a las escuelas nacionalistas y hasta a los rebeldes dodecafónicos, hacia la poesía de Heine. Hay que aclarar ante todo que para sus contemporáneos estas obras tenían un sentido diferente del que más tarde le adjudicó la crítica. Sus primeros lectores sólo vieron en ellas una continuación de la convencional estética romántica acerca de la que había teorizado August Wilhelm Schlegel, que fue profesor de Heine en la Universidad de Bonn. Se trataría, pues, de una nueva contribución a la muy extendida corriente en la que un poeta solitario expresa su melancolía y la añoranza de amores perdidos. Pero estas obras poseían disonancias que pasaron inadvertidas a sus contemporáneos, y no era sólo que Heine introdujera en ellas abundantes transgresiones a la estética tradicional, tales como la polirritmia, los extranjerismos y una gran variedad de elementos prosaicos y en apariencia antipoéticos, a lo que habría que añadir una lúcida autoironía, sino que además, y sobre todo, la melancolía a la que aluden es de una raíz muy diferente a la conocida hasta entonces. Estas poesías que se complacen en presentarse bajo formas sencillas, las cuales evocan a las canciones populares, utilizan los recursos que eran propios del lenguaje romántico, pero únicamente para trascenderlos, para ubicarse en un nuevo terreno en el que el verdadero protagonista es el Weltschmerz (el desgarro): “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento presente. El que se vanagloria de tener el corazón intacto sólo admite tener un corazón provinciano y prosaico. Por el mío corrió el gran desgarro del mundo y por ello sé que los grandes dioses me han favorecido ante muchos otros, estimándome digno del martirio de ser poeta”.

Un desgarro que no es otro que el que existe entre espíritu y materia, ideal y realidad; y también entre el individuo y una sociedad en permanente contradicción en la que lo viejo no acaba de desaparecer ni lo nuevo nace. Un desgarro de carácter cosmopolita y universal que iba a abrir paso a una nueva idea de la poesía y que, precisamente por su carácter universal, tenía que reclamar la atención de la música. Un desgarro “moderno” que ya empezaba a traspasar a los habitantes de las grandes ciudades cuyo yo íntimo debía ser una y otra vez sometido y aniquilado en razón de los intereses de la existencia burguesa, y el cual sólo podía expresarse “modernamente”, de un modo que, aun utilizando recursos de la más añeja literatura romántica, sigue siendo familiar para el lector (y el oyente) de hoy.

 

 

 

 

Nota:
La Imagen del cuadro de Heine (tercera imagen) ha sido obtenida de aquí.