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LA CENICIENTA ES LA MÚSICA DE PROKOFIEV
Por Juan José Roldán. Sevilla. Teatro de la Maestranza. 7, 8, 9 y 10 de enero de 2004. Ballet de Montecarlo. La Cenicienta. Música: Sergei Prokofiev. Coreografía y dirección: Jean-Christophe Maillot. Escenografía: Ernst Pignon Ernst. Vestuario: Jerôme Kaplan. Iluminación: Dominique Drillot. Principales intérpretes: Bernice Coppieters, Chris Roelandt, Aurelia Schaefer; Asier Uruagereka, Gioia Masala, Nathalie Leger, Samantha Allen, Gaetan Morlotti, Jerôme Marchan. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Nicolas Brochot, dirección musical.
Como es habitual desde hace ya algunos años, la temporada del Teatro de la Maestranza de Sevilla se reinició en enero con el tradicional ballet que celebra la fiesta de la Epifanía. En esta ocasión con la representación de La Cenicienta, con música de Sergei Prokofiev, a cargo de la Compañía de Ballets de Monte-Carlo, bajo la dirección y coreografía de su director titular, Jean-Christophe Maillot. Generalmente la crónica de un ballet se aborda desde sus propuestas escénicas y coreográficas, dejando a un lado sus valores musicales, o marginándolo a un puesto secundario. El hecho de que para la ocasión se haya optado por la interpretación musical en directo, en lugar de la más socorrida grabación, a cargo en este caso de la Filarmónica de Monte-Carlo bajo la dirección de David Garfoth -formación y titular que estrenaron el espectáculo en la sala Garnier de la Ópera de Monte-Carlo, en abril de 1999 -, provoca el interés de nuestra crónica en esta publicación centrada en la Música. Jean-Christophe Maillot apuesta por una versión libre del cuento de Perrault, lanzando una serie de propuestas y novedades que deja a la interpretación del propio espectador, procurando así dotar de actualidad y contemporaneidad a los acontecimientos que todos conocemos sobradamente. Desde el principio la figura del padre se muestra casi omnipresente, evidenciando la admiración y el amor profesados por su hija, Cenicienta, quien busca en el Príncipe el referente que sustituya su pasión por su progenitor, en una suerte de complejo de Elektra. La novedad reside también en la omnipresencia del espíritu de la madre, representada también a través del Hada Madrina, que inspira y orienta los movimientos de la romántica heroína, lo que deja escaso margen de autonomía y libertad en las acciones de la joven, sometida a los designios de la educación familiar, llena de matices y referentes. La puesta en escena es fruto igualmente de tantos referentes como inundan nuestra cultura. Así no es difícil adivinar tras la blanca y luminosa escenografía de Ernst Pignon Ernst, sencilla y sólo matizada por algún toque impresionista, el influjo de los fascinantes musicales de la Metro-Golwyn-Mayer, creando la ilusión incluso de que parezcan Gene Kelly y Cyd Charissse quienes se deslizan entre los paneles que simulan páginas en blanco que el propio público habrá de ir sobreescribiendo. Dicha ilusión se refuerza con un vestuario colorista, en fuerte contraste con los fondos propuestos. Los referentes continúan en la secuencia del teatro dentro del teatro, cuando el Hada muestra a Cenicienta lo que habrá de sucederle, y para lo que se ha optado descaradamente por la escenografía grotesca de Lindsay Kemp, artífice de una de las versiones teatrales del cuento más famosas que existen. Sólo en esta ocasión se muestra el célebre zapatito, que durante el resto de la función se ve sustituido por un baño de brillante purpurina en los delicados pies descalzos de la protagonista, seguramente dejando constancia del principal instrumento y riqueza con la que cuentan los bailarines. No hayamos aciertos de especial consideración en la coreografía ni en los movimientos ni destreza de los bailarines, que se limitan a ofrecer un espectáculo correcto y discreto, sin alardes ni lucimientos, con la sola excepción de Bernice Coppieters, en el papel del Hada Madrina. Los números de conjunto se presentan generalmente indisciplinados, si bien desde el punto de vista estrictamente coreográfico impera el buen gusto. Pero es el aspecto musical el que realmente nos duele, ya que se repite la desafortunada máxima imperante en los ballets de dar preferencia al baile frente a la música. Es decir, que la música se ponga al servicio del baile y no al revés. Esto, si bien por propia definición debe ser así, lo debe sólo desde el origen, cuando el artista crea la partitura. La obligación primordial del intérprete debe ser prestar fidelidad a la composición, y sólo desde ahí servir al coreógrafo y a los bailarines. Sin embargo suele ocurrir que cuando coreógrafo y director de la compañía coinciden, y además el director musical pertenece a la compañía, como ocurre en este caso, el segundo se pone a la entera disposición del primero, aunque ello suponga traicionar el espíritu de la obra musical. Los tempos se ralentizan o apresuran según las conveniencias coreográficas, primando la interpretación adaptada que la puramente musical. Toda la interpretación dramática se deja en manos de lo visual (coreografía, escenografía, vestuario), y se sustrae de la música. Si a eso añadimos que, pese a una correcta ejecución instrumental, sin ni siquiera notas falsas, la tenue y poco inspirada dirección de Nicolas Brochot sólo extrajo de la Real Sinfónica de Sevilla un sonido opaco y frío, veremos qué poca justicia hizo a la vibrante y contundente música de Prokofiev. Como apuntaba una amiga, “parece que estuvieran tocando a Chopin en lugar de a Prokofiev”. En conjunto, y a pesar de los inconvenientes apuntados, se trata de un espectáculo digno y perfectamente disfrutable.
Página del Teatro de la Maestranza: http://www.teatromaestranza.com/
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