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LOS ESCRITORES Y LA
MÚSICA: Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.
Tras ser enviado en 1914, en calidad de teniente de la reserva, al frente de Istria (donde no permaneció mucho tiempo), el imperio decidió que los servicios de Hofmannsthal, cuyo prestigio internacional ya era entonces considerable, serían más utiles como diplomático. Desde ese momento, y hasta casi el final de la guerra, Hofmannsthal desplegaría una amplia actividad, por medio de escritos y de conferencias, a favor de la integridad del imperio de Habsburgo. Más tarde, cuando la unidad del imperio se reveló imposible, concentró su actividad en la justificación histórica de Austria como núcleo de una nueva unidad que incluiría a los pueblos germanos, eslavos y latinos, convirtiéndose en promotor de un europeísmo al que ya no renunciaría y del que sería producto, entre otras cosas, la fundación en 1920, junto a Strauss y Reinhardt, del festival de Salzburgo, que nació con la aspiración de convertirse en el centro cultural de la vida europea. En estos años Hofmannsthal continúa su actividad teatral, en parte con adaptaciones y en parte con obras propias: Jedermann y El gran teatro del mundo se representan en Salzburgo, y Der Schwierige (El hombre difícil) en Munich. Y también, claro está, reanuda su colaboración con Strauss: Die Frau ohne Schatten (La mujer sin sombra) se estrena en Viena en 1919. Resulta extraña la suerte de esta ópera, la más perfecta de las salidas de la colaboración entre Hofmannsthal y Strauss, como han repetido eminentes críticos desde el día de su estreno, y que es sin embargo mucho menos popular que Salomé o El caballero de la rosa. Además, tal vez sospechando que el espíritu de su obra sería traicionado por la música de Strauss, Hofmansthal, que ya había empezado la redacción del libreto en 1913, se ocupó de hacer del mismo una versión en forma de relato que subtituló Un cuento de hadas y que se publicó el mismo año del estreno de la ópera. El argumento narra las relaciones entre una emperatriz que no proyecta sombra, ya que es hija del señor de los espíritus, su esposo y un matrimonio de tintoreros. La emperatriz es conminada por su padre a encontrar una sombra, o de lo contrario deberá regresar al mundo de los espíritus y el emperador se convertirá en piedra. Acompañada de su nodriza, la emperatriz desciende al mundo de los humanos para apropiarse de una sombra, pero al tropezar con el matrimonio de tintoreros, y comprender que el rapto de la sombra de la tintorera sumiría a la pareja en la desgracia, renuncia a la sombra, momento en que ésta le es otorgada milagrosamente. Ya había antecedentes literarios bien conocidos por Hofmannsthal, desde Las mil y una noches hasta las obras de Maeterlinck, en los que el ambiente mitológico y onírico en el que se desenvolvía la trama conducía inefablemente a una interpretación del mundo y de las relaciones humanas. Pero ocurre que Hofmannsthal empezó a escribir La mujer sin sombra el mismo año en que se produjo la sonada ruptura de Carl Gustav Jung con el psicoanálisis, en un momento en que su teoría del inconsciente colectivo ancestral estaba de moda, siendo ésta una teoría fácilmente asumible por quien precisamente echaba de menos en sus textos “lo ancestral” de los alemanes, y por quien había elegido como medio de expresión el simbolismo y la recurrencia a los mitos. Todo lo cual puede aclarar el contexto de Hofmannsthal y su propósito. Strauss dotó a este argumento de colorido orquestal, una atmósfera de ensoñación y una raras veces lograda caracterización vocal de la que salieron triunfadoras Maria Jeritza y Lotte Lehmann, ya por entonces habituales en los estrenos straussianos. A partir de ahí, quien voluntariamente se había erigido en cantor de la decadencia austríaca, a la espera de que su europeísmo recibiera un espaldarazo que aún tardaría algunas décadas y que él en cualquier caso no llegaría a ver, inicia su propia decadencia. Hofmannsthal vive en Rodaun, cerca de Viena, en un palacete que es frecuentado por Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Thomas Mann y Alexander von Zemlinsky (gran traductor éste último del universo simbólico de Hofmannsthal en su ballet Das Gläserne Herz). Viaja a Inglaterra e Italia, escribe en la prensa conservadora, colabora en la versión para el cine de El caballero de la rosa y conoce la edición de sus obras completas, pero, cada vez más aislado (aunque no por ello menos respetado), casi toda su actividad literaria se limita a la revisión de escritos anteriores. Sus únicas creaciones de esta época son tres nuevos libretos: el de Alkestis (1923) para el schoenbergiano y gran erudito de la música bizantina Egon Wellesz, y dos nuevos para Strauss, uno de ellos basado en un relato propio de 1910. El tema del amor y la fidelidad conyugal, que era muy querido por Strauss, quien ya lo había tratado en su Sinfonía doméstica, inspiró Die Aegyptische Helena (Elena egipciaca) que se estrenó en la Staatsoper de Dresde en 1928. La otra obra, y de hecho la última colaboración entre Hofmannsthal y Strauss, que en lo que concierne al primero se estrenaría póstumamente, sería Arabella, una reelaboración para la escena del relato hofmannsthaliano Lucidor, que narra las peripecias de dos hermanas, hijas en el relato de una aristócrata viuda venida a menos y, en la ópera, de un capitán retirado (y arruinado), en busca de esposo. Con ella, Strauss, pese a tratarse de una comedia, volvió al ambiente de oscuros presentimientos y sensualidad patológica de sus inicios. Su estreno en 1933, también en Dresde, coincidió con el inicio del apocalipsis cuyos primeros signos, unos años antes, habían dejado mudo a Karl Kraus. Poco después, los libros de Hofmannsthal, como los de tantos otros, tendrían el destino de la hoguera. Finalmente, la muerte fue piadosa con Hofmannsthal, al librarle de la visión del triunfo del nacional-socialismo. Por lo demás, el tiempo parece haber hecho justicia con su persona y sus obras, y es de suponer que el actual europeísmo no habría sido visto por él con malos ojos. De su obra, semiolvidada hoy su producción lírica, quedan los relatos, los libretos para Strauss y sus festivales de Salzburgo, a pesar de que estos se hayan convertido con el tiempo en una excusa para el turismo de élite. Strauss, para su desgracia, no supo ver la realidad de los nuevos tiempos, y ya en el mismo 1933 aceptó la presidencia de la Musikkammer del Reich, puesto que abandonó dos años más tarde, cuando su nueva ópera, Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa), fue prohibida y retirada del cartel a causa de que su libretista, Stefan Zweig, era judío. Con éste en el exilio, Strauss proseguiría su actividad operística, y en 1942 podría hacer realidad el proyecto que ya le fue sugerido ocho años antes por Zweig de poner en música un libreto del escritor italiano del siglo XVIII Giovanni Battista Casti, Prima la musica e poi le parole, inicialmente concebido para Salieri. El resultado fue la última obra maestra de Strauss (creada en circunstancias que hoy nos cuesta imaginar) en el dominio escénico: Capriccio, que se estrenó en el Nationaltheater de Munich en 1942 bajo la dirección de Clemens Kraus. Pero para entonces el mundo al que aludían la música y la estética de Strauss ya hacía tiempo que no existía, y de todos modos hoy resulta poco menos que inevitable la reflexión de que en 1942 una deliciosa comedia como Capriccio sólo pudo ser producto, tanto o más que del talento de Strauss, de una voluntaria ignorancia de la realidad exterior. Con Hugo von Hofmannsthal y Karl Kraus pasados a mejor vida, los únicos testigos que quedaban del imperio (aquella Kakania recreada por Robert Musil en El hombre sin atributos) eran Zweig, que se suicidaría junto a su esposa en el exilio brasileño, y Richard Strauss, al que todavía le quedaba por concluir ese testamento musical que son sus crepusculares Cuatro últimos lieder. Sobre todo, y más allá de las obras, queda para nosotros la lección de una rara complicidad, pese a las incomprensiones mutuas, entre música y literatura.
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