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Número 87º - Enero-febrero 2.008


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CRÍTICA EN PROVINCIAS Y CRÍTICA PROVINCIANA

 Por Fernando López Vargas-Machuca.  

En el pasado número escribí un artículo al hilo de ciertos movimientos internos en el mundillo musical jerezano que pretendían -probablemente la situación es extrapolable a otros puntos de nuestra geografía- callar la boca a algunos críticos locales. A ultimísima hora, incluí en mi texto sobre El diluvio de Noé la noticia de que, efectivamente, se había censurado la reseña que sobre la citada ópera de Britten un colega había enviado a su medio habitual. Se debe ahora añadir dicha reseña fue sustituida sin previo aviso por otra muy distinta escrita bajo pseudónimo y que, seguidamente, los escasos pero muy ruidosos individuos que desde hace tiempo vienen atacando al referido crítico lograron su objetivo: que deje de escribir, después de muchos años de colaboraciones ininterrumpidas, en el más importante diario de la localidad.

El texto que le costó al crítico jerezano su puesto ha sido colgado por Beckmesser en su célebre página web (sección “críticas de otros autores”). Si el internauta acude a leerla no saldrá de su asombro. ¿Es una reseña sólo suavemente sarcástica justificación suficiente para defenestrar al profesional? El asombro se redoblará al leer lo que el propio Beckmesser ha escrito (sección “noticias”) sugiriendo lo que podría estar pasando en la crítica musical jerezana y algunas de las posibles razones para entenderlo. Al lector inteligente y bien informado no hay que decirle más sobre el asunto Villamarta, pero me gustaría aprovechar para poner por escrito algunas reflexiones generales sobre las dificultades que supone ejercer la crítica en provincias, entendiendo por tal no tanto la que se realiza en medios de difusión nacional o internacional, como aquella que tiene lugar en medios locales y cuyos receptores son principalmente los melómanos de la localidad. Y es que emitir valoraciones sobre música en semejante contexto resulta particularmente difícil.

Uno de los problemas es que el contacto con los artistas es mucho más cercano y que estos, por mucho que algunos declaren “pasar” de lo que por ahí se escriba, terminan leyendo lo que sobre ellos se publica. Uno puede escribir barbaridades sobre, pongamos por caso, la última actuación de James Levine en el Metropolitan de Nueva York, que para eso es una figura célebre y recibe un sueldo millonario. Pero cuando se trata de artistas jóvenes y esforzados debemos tener cuidado. El tacto es imprescindible, sobre todo cuando hablamos de carreras jóvenes a las que una crítica ponzoñosa puede hacer mucho daño, tanto por la propia autoestima del músico como por el prestigio de sus carreras.

Ahora bien, ¿significa esto que debamos rebajar el nivel y llamar bueno a lo mediocre? En absoluto. De lo que se trata es de escribir cuidando el estilo y el tono, pero sin camuflar la verdad. Cuando un teatro aspira a superar sus limitaciones no puede bajar la guardia. Si se consiguen logros importantes hay que proclamarlo con la voz alta y clara; si las cosas no salen bien, poner paños calientes, dar rodeos y bajar el listón sólo sirve para empañar los referidos logros. ¿Puede mantener la credibilidad un teatro o un artista que siempre recibe críticas positivas en determinados medios? Todo lo contrario: su credibilidad ante un lector medianamente inteligente bajará por los suelos, como también la del crítico responsable de los textos. Y viceversa, difícilmente creíble será aquél que siempre ataca y destroza sin medias tintas. De hecho, una de las tácticas más utilizada por los críticos menos sabios es la de utilizar un lenguaje duro y agresivo que camufle sus propias limitaciones; si los ataques van dirigidos contra alguna figura famosa, mejor que mejor.

Un problema aún más serio es el público lector. Un público que en gran medida se encuentra aún en periodo “de formación” y que, al considerar a veces al crítico más como un “sabio” que como lo que realmente es, una persona que opina con cierto fundamento y expone su opinión para que los demás la contrasten con la suya propia, se puede ver ofendido cuando lee valoraciones negativas acerca de un espectáculo que le ha parecido satisfactorio. Hay incluso quienes pueden sentir que se les está llamando ignorantes. Y la reacción lógica no es otra que la ofensiva: etiquetar al crítico como un ser petulante y endiosado que sólo se afana por detectar aspectos negativos que pongan de relieve su presunta sabiduría. Ante semejante circunstancia lo único que se puede  hacer es expresarse con el mayor tacto posible y teniendo en cuenta que algunos van a traducir “discreto” como “malo” y “flojo” como “horrible”; pero lo que no debe es mentir o escribir únicamente entre líneas, aunque esto último sea a veces necesario.

Problema adicional son los propios medios de comunicación. Los responsables de los mismos saben bien que su público a veces sólo desea leer lo que le gustaría leer, y que optando por el narcisismo localista se incrementará el número de lectores. Luego están los medios que se convierten, mediante el patronazgo o alguna otra fórmula, en apoyos activos de determinados teatros e instituciones culturales, lo que estaría muy bien si no fuera porque algunos creen que publicar en sus páginas valoraciones negativas es tirar tierra sobre su propio tejado. Por no hablar de quienes pagan poco o nada a sus críticos, o de los que envían a cubrir un espectáculo a periodistas que no tienen la más mínima idea sobre la llamada “música clásica”, pero que al estar bajo contrato, resultan mucho más baratos que los colaboradores puntuales especializados, a los que hay que remunerar por cada texto. Ahí tenemos un serio problema de educación y sensibilidad, tanto por parte de los directores de los medios como por la de los lectores. Un problema que sólo puede ser resuelto con el transcurso de los años, mediante el mantenimiento de una línea editorial seria y rigurosa consigo misma que además, sin dejar de tener en cuenta al tipo de público para el que se escribe, renuncie a hacer concesiones y deje bien claras desde el principio las reglas del juego. Por desgracia no muchos medios están por la labor.

Finalmente, cabe la posibilidad de que algún teatro pudiera, quizá, “recompensar” a los críticos más dóciles con “beneficios colaterales”, tales como un incremento del número de encargos de notas o conferencias, quizá hasta con algún contrato, y “castigar” a los menos sumisos con la retirada de los mismos. Sobre esto no puede haber ni habrá nunca prueba alguna, aunque en mente de algunos lectores estará ahora en un presunto caso, no precisamente provinciano, de “punición” en este sentido. Y seguro que otros lectores se preguntarán, en su propia localidad del centro o de la periferia peninsular o insular, que en todas partes cuecen habas, cómo es posible que una persona que se limita a hilvanar cuatro tópicos -o incluso simplemente a resumir las notas al programa- y a cerrar el texto con toda suerte de elogios hacia los artistas y/o la directiva del teatro, puede haber llegado a convertirse en un nombre ilustre de la crítica local, muy bien tratado en algunos círculos y por algunos organismos.

De ahí que, aparte de unos mínimos conocimientos -más estéticos que técnicos- de la materia y de facultades para escribir en correcto castellano, la principal capacidad que se debe exigir a un crítico, aunque sea “de provincias”, es la objetividad. ¿Y qué es tal objetividad en una tarea fundamentalmente subjetiva? Pues alguien dirá que, ante todo, ser sincero con uno mismo y atreverse a decir lo que se piensa. Esto implica, entre otras cosas, reconocer cuándo un artista que amamos nos ha defraudado; y viceversa, ser capaz de decir en voz alta que nos ha satisfecho la labor de alguien que en otras ocasiones nos ha convencido poco. Y también hay que saber distanciarse de los artistas. No se puede alcanzar un mínimo de objetividad ante el trabajo de aquéllos que comparten con nosotros fuertes lazos de amistad. Un crítico jamás debe escribir para congraciarse con sus amigos; antes al contrario, debe ser lo suficientemente honrado para decirle, si se diera tal circunstancia, que no está de acuerdo con su trabajo. ¡Cuántos han caminado hacia el abismo en sus carreras guiados por quienes derrochan halagos fáciles, haciendo caso omiso de los que, desde la distancia, intentaban advertirles de los peligros que se cernían sobre ellos!

Objetividad significa no buscar otra meta que no sea la de escribir críticas honestas, esto es, la opinión sincera que se tiene sobre determinado espectáculo. Insistimos por ello en que no se debe escribir para recibir una palmadita en la espalda por parte de los artistas, agencias o teatros, e ir adentrándose así en sus círculos de relaciones, sea simplemente para moverse en ese mundo o, quizá, para obtener algunos de los citados “beneficios colaterales”. Y tampoco se puede escribir en función del color ideológico del medio para el que se trabaja, y por ende del signo político que rija sobre el teatro de turno. Menos aún se debe hacer la crítica a la novia, a la esposa o, peor aún… ¡a uno mismo! Pero eso es otra historia.

Una última cosa. ¿Sirve para algo la crítica? La lectura de la prensa musical puede orientar al comprador aún inexperto en un saturadísimo mercado discográfico donde la relación entre calidad y precio es muy desigual. Pero no es este el caso de la crítica de conciertos, toda vez que cuando la reseña aparece en los periódicos el espectáculo ya ha tenido lugar, y cuando hay varias funciones de un concierto de abono o de una ópera, la entrada está ya más que comprada. ¿Entonces? Pues, aparte lógicamente de para informar a quien lo desee, la crítica puede servir para orientar el gusto estético, algo especialmente necesario en lugares donde el paladar musical no se encuentra muy desarrollado. Claro que es aquí donde muchos se confunden a la hora de comprender que crítico no tiene jamás la verdad absoluta, porque ésta no existe en un terreno tan subjetivo y personal como es el de la apreciación estética; no es un juez que separa el Bien del Mal, lo que vale de lo que no vale. Es, sencillamente, una persona que emite una opinión más o menos razonada en función de su preparación y de su sensibilidad.

Una crítica bien hecha nos puede hacer ver aspectos que se nos habían pasado por alto, encontrar nuevos matices o incluso, por qué no, valorar de manera distinta algo que habíamos juzgado con excesiva premura. Pero esto no significa ni mucho menos que el crítico lleva “la razón” y nos va a revelar “la verdad”. Lo que significa es que podemos contrastar nuestras reflexiones con las suyas propias. Si nos aporta ideas nuevas, estupendo. Si no estamos de acuerdo con parte o incluso con nada de lo que dice, pues también: el mero hecho de poner en tela de juicio nuestras ideas propias y nuestro sistema de pensamiento es un sanísimo ejercicio que nos permite calibrar la solidez de nuestros razonamientos, madurarlos, ponerlos al día, abrirnos a diferentes maneras de pensar y hacernos más tolerantes.

Por desgracia vivimos en España malos momentos para la crítica comprometida. La prensa nacional cada vez le dedica menos espacio, y en el mundo local, como se ha expuesto más arriba, los problemas son demasiado numerosos como para hacerles frente. Demasiados intereses en juego. Bastante conveniencia. Alguna cobardía. Mucha mala leche. La defenestración de nuestro colega que ha dado pie a estas reflexiones no es sino un caso más de entre otros muchos que tan vez nunca salgan a la luz. El apoyo a la cultura musical no ha de pasar por la sumisión, la autocomplacencia y el triunfalismo narcisista. Menos aún por los afanes de autopromoción de algunos personajillos. Por ello tenemos que hacer lo posible para que evitar que la crítica en provincias, pese a la voluntad de algunos, termine de convertirse en crítica provinciana.