ROMEO DE JEREZ, JULIETA DE SANLÚCAR
Jerez, Teatro Villamarta. 26 de enero de 2008.
Gounod: Romeo y Julieta. Ismael Jordi, Ruth Rosique, Alexander
Vinogradov, Juan Tomás Martínez, Borja Quiza, Alexandra Rivas, Eduardo
Santamaría, Marco Moncloa, José Antonio García, Soraya Chaves, Joaquín
Segovia, José Borrego. Coro del Teatro Villamarta. Orquesta
Filarmónica de Málaga. David Giménez Carreras, dirección musical.
Francisco López, dirección escénica. Producción del Teatro Villamarta.
Por Fernando López
Vargas-Machuca.
Resulta bastante discutible que el Villamarta vuelva a programar tras
las notables representaciones de 2003, cuando aún faltan tantas obras
maestras por ver en su escenario, una ópera tan irregular en lo
musical y floja en lo dramático como Romeo y Julieta de Gounod,
máxime cuando el vecino Teatro de la Maestranza la programó en
diciembre de 2006. Es de suponer que se trata de rentabilizar la
producción propia, lo que es bien comprensible dado el cada día más
escaso presupuesto con que cuenta el teatro. De paso se ofrece a
Ismael Jordi la posibilidad de debutar un papel al que, como discípulo
y admirador de Alfredo Kraus, hacía tiempo deseaba hincarle el diente.
Junto a este Romeo jerezano, nada mejor que una Julieta de Sanlúcar de
Barrameda, la ubicua y ascendente Ruth Rosique. Los resultados han
sido globalmente estimables, aunque ambos cantantes se han quedado a
mitad de camino. ¿Por enfermedad de ambos en los días previos a la
función, como se ha sabido? Me parece que no es esa la principal
razón.
No me convencen los últimos pasos de la carrera de Ismael. Pocas horas
antes de este Romeo pude disfrutar de la filmación realizada en
París en 2006 de El cantor de México, una espléndida producción
de Emilio Sagi donde el tenor jerezano está absolutamente colosal:
viril, cálido, entregado, luciendo una voz hermosísima y unos
espléndidos agudos. Tras un flojo Rigoletto en Jerez y una
Lucia -toma radiofónica desde Amsterdam- preocupante tanto por la
técnica como por el estilo y la expresividad, las cosas han cambiado.
En el instrumento están volviendo a aflorar nasalidades que no le
benefician en absoluto, la voz no corre siempre con la potencia
deseable, mientras que los ataques ya no están resueltos con la
facilidad de antaño. Las medias voces siguen siendo hermosísimas, eso
sí, pero el abuso de ellas está conduciendo a nuestro artista -como
pasó en la referida Lucia- hacia el amaneramiento.
Y es que Jordi, que debería tener en cuenta que construir vocalmente
un personaje no supone limitarse a cantar bonito, comienza a excederse
en la recurrencia a determinadas señas de identidad “marca de la
casa”, al tiempo que incurre en cierto distanciamiento expresivo que
llega a rozar la sosería. Lo que sí es interesante de su Romeo es que
confirma que, como era de esperar, el repertorio francés le resulta
mucho más afín a su temperamento artístico que el verdiano. Su legato
ofrece gran sensualidad y morbidez, la dicción es espléndida, la
delicadeza incuestionable. Hubo además detalles de gran clase que
demuestran su fino olfato musical. De ahí que, a pesar de los reparos
expuestos, lograra una cuanto menos digna recreación del personaje,
que habrá de madurar en el futuro una vez que, dejándose guiar más por
la prudencia que por los aplausos de sus incondicionales, logre salir
de su actual encrucijada artística.
La voz de Ruth Rosique, esmaltada y trasparente, es un prodigio de
frescura y juventud. Además parece que está desarrollando las técnicas
apropiadas para un repertorio que hasta hora no había sido el centro
de su diversificada carrera. Ahora bien, el personaje de Julieta es
temible, por lo que es lógico que, dadas las actuales características
de su instrumento, se desenvolviera mucho mejor en los más ligeros
primeros actos -pese a ciertos problemas en el aria- que en los dos
últimos. Al menos en el plano vocal, porque en el expresivo ocurrió al
contrario, resultando algo pizpireta al principio pero muy entregada y
expresiva en el aria de la poción donde, como casi todas, lo pasó
fatal. Su espectacular físico la ayudó bastante en esta plausible
interpretación que, como la del tenor, podrá mejorar con el paso del
tiempo.
Sensacional por voz, estilo y presencia escénica el Stephano de la
mezzo Alexandra Rivas, que ya grabó el papel en el estreno de esta
mismo producción en Oviedo, junto a Ainhoa Arteta y un por entonces
casi desconocido Rolando Villazón. Imponente por voz, no tanto por
estilo, el Fray Lorenzo de Alexander Vinogradov, una de las voces
jóvenes que más cantan con Barenboim (le vimos como Daland en Madrid
hace pocos años). Más que digno, cantando con corrección y mostrando
una adecuada insolencia, el Teobaldo de Eduardo Santamaría. Por
enésima vez como Gertrudis en esta misma producción, la en otros
tiempos muy prometedora Soraya Chaves confirma su cada vez más
problemático estado vocal. Y Juan Tomás Martínez, como siempre: una
voz extraordinaria en manos de un cantante demasiado tosco. Bien en
general los comprimarios.
David Giménez, algo dulzón al comienzo del segundo acto y sin la
suficiente tensión interna en los dos últimos, trabajó con pinceles
finos y se mantuvo centradísimo en el estilo, realizando un muy
profesional trabajo al frente de una Filarmónica de Málaga que, tras
un comienzo deficiente -la fuga estuvo por completo deshilachada-,
ofreció una prestación cuanto menos correcta. Es verdad que la
comparación con lo que hicieron la Sinfónica de Sevilla y Michel
Plasson -lo único memorable de las
funciones sevillanas- dejan en evidencia que en Jerez aún hay
mucho camino que recorren en este sentido, pero el presupuesto es el
que manda: una orquesta de gran calidad y más días de ensayos resultan
carísimos. Francamente notable el coro, que a pesar de ciertas
puntuales estridencias entre las féminas resolvió muy bien la papeleta
de su dificilísima entrada a capella, revalidando así los excelentes
resultados obtenidos en 2003. Tienen motivos para estar orgullosos.
De la propuesta escénica ya se ha hablado en esta revista al menos en
tres ocasiones: su
estreno en Oviedo, su
presentación en Jerez y su
reposición en Córdoba. Dista de ser de las que más me convencen de
las realizadas por el siempre inteligente Francisco López, no tanto
por ciertos detalles puntuales -lo de la luna cadavérica es un recurso
demasiado obvio, mientras que los pilares almohadillados que suben y
bajan siguen resultando muy feos-, como por su relativa frialdad
general. Claro que la comparación con el bodrio que vimos en Sevilla
revaloriza la interesante producción jerezana, que se beneficia de un
vestuario rojo sangre de Jesús Ruiz de gran fuerza plástica, una
atractiva luminotecnia, un excelente movimiento de masas -no tanto de
actores- y un original concepto escénico que subraya los aspectos
nocturnales, oníricos e inquietantes de la obra.
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