CANTARERO VERSUS BARTOLI:
ARTE Y ARTIFICIO
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 4 de
febrero de 2008. Recital lírico de Mariola Cantarero.
Obras de Bellini, Donizetti, Rossini, Falla, Vives,
Sorozábal, Giménez, Puccini, etc. Giulio
Zappa, piano. 6 de febrero de 2008. Recital lírico de Cecilia
Bartoli, Obras de García, Persiani, Mendelssohn, Rossini, Balfe,
Hummel, De Bériot, Bellini, Malibrán, etc. Orquesta de Cámara de
Basilea. Julia Schöder, concertino y directora.
Por Fernando López
Vargas-Machuca.
Con tan sólo cuarenta y ocho horas de diferencia ofrecían Mariola
Cantarero y Cecilia Bartoli sendos recitales líricos en el Maestranza,
la primera de ellas repasando su habitual repertorio belcantista y
zarzuelero junto al solvente pianista Giulio Zappa, la segunda
presentando su aún reciente disco dedicado a María Malibrán en
compañía de la Orquesta de Cámara de Basilea. En ambos casos se
produjo un verdadero delirio entre el público, inesperado en el caso
de la granadina y más que previsible en el de la romana, incluyendo
gritos de “guapa” y calurosas palmas por sevillanas. Las dos han
marcado, sin la menor duda, sendos hitos en la reciente historia del
teatro hispalense, pero yo me lo pasé muchísimo mejor con la joven y
ascendente soprano andaluza que con la diva consagrada. Intentaré
explicar por qué.
Mariola posee un espléndido instrumento canoro que, al menos en su
actuación sevillana, se mostró en excelente forma. El timbre es muy
hermoso, aunque no aterciopelado sino más bien bañado por una leve
tonalidad metálica que le otorga un brillo especial. La voz corre por
la sala con suma facilidad. La extensión es notable, con un centro
estupendo, un registro grave que cada año adquiere mayor consistencia
y un agudo muy poderoso en el que sólo las notas más estratosféricas
muestran, eso sí, importantes estridencias. La coloratura es
espléndida, como amplio su fiato, delicioso su legato y admirable su
capacidad para ofrecer filados. Pero además de materia prima y
técnica, la Cantarero posee una musicalidad excepcional.
En los fragmentos de I Puritani y Linda de Chamounix
ofreció bel canto del bueno, es decir, muy bellamente sonado, de gran
delectación melódica, pero atendiendo siempre al contenido expresivo
por encima de cualquier otro elemento, ofreciendo un fraseo rico y
variado y usando los recursos canoros con intencionalidad dramática,
sin caer en el mero exhibicionismo de acrobacias vocales. Y nada, nada
de la ingravidez y la sosería con que otras sopranos mucho más
celebradas abordan este repertorio. Parecidos elogios se pueden
aplicar a su Rossini, de quien ofreció su canción À Grenade y
un fragmento de Le nozze di teti e di Peleo que recupera la
temible cabaletta final de Almaviva en el Barbero, reutilizada
también en La Cenerentola, con esos terribles intervalos que la
soprano supo sortear con gran habilidad.
Si en la primera parte el entusiasmo del respetable ya se hizo notar,
en la segunda el teatro se vino abajo. Y no sólo porque en las
Siete Canciones Populares de Falla Cantarero acertó con el sentido
español de las piezas sin resultar tópica ni arrabalera -estremecedora
la Nana-, ni por la popularidad de las romanzas de Vives,
Sorozábal y Giménez, sino porque ahí salió la granaína joven y
pizpireta que es Mariola, con su timbre de voz tan peculiar, su
frescura, su simpatía y su falta de divismo a la hora de dirigirse al
público (“y ahora voy a cantá una sevillana que dice unas cosa mu
bonita de Sevilla”, anunció con inconfundible acento). El mantón de
Manila y las castañuelas hicieron lo suyo. El público se volcó con la
artista como pocas veces lo ha hecho en el Maestranza. Dos
celebérrimas arias de Puccini (La Rondine y Gianni Schicchi)
interpretadas con sentimiento y perfecto estilo nos hacen esperar lo
mejor para su futuro.
Confieso ser de los pocos -o muchos- pedantes, snobs e indocumentados
que adoraban a la Bartoli hace años y de un tiempo a esta parte hemos
terminando renegando de ella. Su penúltimo disco me resultaba ya
decepcionante -en parte debido a la tosca dirección de Minkowski-,
pero el de la Malibrán es el colmo: su Casta Diva bien podría
pasar al Museo de los Horrores líricos. No obstante tenía muchas ganas
de escuchar a la diva romana en directo, y no sólo por el previsible
espectáculo -el de ella y el de sus fans- que se iba a presenciar. Las
expectativas no se vieron defraudadas.
La voz es pequeña, sin duda, aunque no tanto como la de -por poner un
ejemplo recientemente escuchado en el Maestranza- una Stuzmann. El
centro sigue siendo de una belleza turbadora; para mi gusto, uno de
los timbres más hermosos que he escuchado nunca en garganta de mujer.
Mas el grave suena falso, artificial, mientras que el agudo no es muy
holgado, mostrando la artista una admirable y sensata prudencia a la
hora de no adentrarse en notas peligrosas. Si la presunta mezzo romana
es en realidad una soprano corta lo dejo para quienes sepan de técnica
vocal, como también el asunto de si su particular manera de cantar se
debe a una mera opción expresiva o más bien a las limitaciones de su
instrumento.
En cualquier caso lo que me molesta de la actual Bartoli es su
tendencia al amaneramiento y el narcisismo. La artista sabe qué es lo
que le gusta a sus fans y no tiene el menor reparo a la hora de
explotar sus dos grandes recursos. Por un lado, una coloratura de
vertiginoso staccato ideal para el Barroco -de filados y otros
recursos propiamente belcantistas ni hablemos-. Por otro, unos
remansos líricos abordados en pianísimo llenos de expresividad. El uso
de ambos hizo de ella lo que es hoy; su abuso la convierten en una
artista previsible y aburrida. El fraseo termina siendo poco variado,
la emotividad más bien cargante e insincera. Lo de las gesticulaciones
sobre la escena y su manía por dar las entradas a la orquesta (¡!) es
lo de menos. Bartoli hace de Bartoli, y eso vende.
Concretando sobre el recital sevillano, baste decir con que su
programa fue muy parecido al del reciente superventas anunciado en
televisión, omitiendo por fortuna el aria de Norma. Lo más
interesante desde el punto de vista interpretativo fue la muy
rossiniana página de Manuel García: lo que menos, aria y cabaletta de
La Sonnambula estilísticamente disparatadas. No hizo la Elvira
de I Puritani, pero ofreció a cambio una sensual Desdémona del
Otello de Rossini y una notable Angelina de La Cenerentola,
aunque a años luz de sus portentosos registros para Decca de la ópera
completa.
No ayudó la más bien discreta orquesta de instrumentos originales, de
violines faltos de empaste y primer chelista muy mediocre. La
concertino Julia Schöder, solvente violinista, dirigió de manera más
bien tosca y superficial tanto las páginas vocales como las numerosas
piezas interpretadas como relleno, ofreciendo un Mendelssohn pimpante
y superficial y un Rossini con tendencia al amaneramiento. Al menos
hubo vida y sentido de los contrastes.
El público, un tanto aburrido e indiferente durante la primera parte y
algo más animado en la segunda, se vino abajo en las propinas, aun sin
llegar al delirio de dos noches atrás. El Rataplan de la
Malibrán estuvo muy gracioso, la artista se mostró simpatiquísima en
sus alocuciones y la canción del “Contrabandijta” con guitarras y
palmeros garantizó el fin de fiestas por bulerías, mientras las
acomodadoras del Maestranza perseguían por órdenes de la Decca a los
fans que se atrevían a sacar la cámara. Hasta nueve ramos de flores se
llegaron a ver en el escenario. Total, dos por un motivo u otro
importantes, importantísimos recitales que no a todos nos han gustado
por igual, y que en mi opinión han dejado bien clara la diferencia
entre el Arte como transmisión de emociones y el deslumbramiento
producido por el puro Artificio. |