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CINE
Y MUSICA: UN VIOLIN DEL COLOR DE LA SANGRE
Por Ángel
Riego Cue
El mundo de los
"luthiers" o constructores de instrumentos
conoció en la Italia del siglo XVII algunos nombres
míticos que hoy se siguen recordando: nombres como
Stradivarius, Guarnerius o Amati, conocidos incluso por
el público no melómano, fascinado por el hecho de que
la más moderna tecnología no haya conseguido superar lo
que hicieron estos artesanos con los medios de su época.
Precisamente en aquel tiempo y lugar, y en el taller de
un constructor de violines cremonés, Niccolo Bussotti
(personaje ficticio, como todos los de la película), es
donde comienza la historia de "El violín
rojo". Niccolo acaba de construir un violín
superior a todo lo hecho por él anteriormente, y que
considera su obra maestra. Su esposa Anna está a punto
de dar a luz un hijo, y decide consultar el futuro,
mediante las cartas del Tarot, a una vieja adivina. Esta
afirma que leerá el futuro de Anna, pero lo que predice
se ajusta asombrosamente bien al destino que le aguarda
en los siglos venideros al violín construido por su
marido. (Ya se sabe que estas cosas "sólo ocurren
en las películas", pues en la vida real los
videntes no dan una.)
Anna muere poco después a consecuencia del parto y
Niccolo decide teñir su violín de rojo. Será el
último que construya. Poco tiempo después, el violín
es legado a un monasterio que acoge a niños huérfanoso
o abandonados, donde permanecerá un siglo.
La historia se traslada a finales del siglo XVIII. Ha
tenido lugar ya la Revolución Francesa, y han rodado las
cabezas de Luis XVI y María Antonieta. Al monasterio
donde se guarda el preciado violín, llega el maestro de
música Georges Poussin, llamado por los monjes para que
examine a un niño prodigio, Kaspar Weiss. Kaspar
impresiona a Poussin tocando el violín rojo (aunque es
un instrumento demasiado grande para un niño como él),
y el maestro decide llevárselo a su casa en Viena, y
preparar su debut. La ocasión se presenta cuando un
príncipe parte para el frente, y desea llevar un
entretenimiento musical para el camino, con lo que se
organiza una audición-concurso.
Poussin somete al niño, de salud delicada, a agotadores
ensayos para preparar la audición. El resultado será
que, en el momento de tocar ante el príncipe, Kaspar cae
muerto. Los monjes deciden enterrarlo junto con su
violín, al que tan unido estaba.
¿Es este el final de la historia del violín rojo? Ni
mucho menos, ni siquiera dentro de una tumba terminan sus
peripecias. El monasterio es destruido, las tumbas
saqueadas, y a finales del siglo XIX el violín reaparece
en una "troupe" de gitanos en gira por Europa.
Van a parar a la Inglaterra victoriana, donde les oye
tocar un excéntrico aristócrata de Oxford, Frederick
Pope, quien se prenda del sonido del instrumento, y se lo
compra. Pope se presentará en las salas de conciertos
como gran virtuoso, con el violín rojo, y entre sus
extravagancias está la de hacer el amor con su novia, la
escritora Victoria Byrd, mientras ensaya con el violín
(lo que se nos antoja algo difícil, pero quién
sabe...). Ella parte de viaje, y los dos amantes se
intercambian todos los días cartas de lo más
romántico, echándose de menos, pero al regresar de
improviso le encuentra en la cama con otra (y tocando el
violín). Despechada, empuña un revólver y dispara no
sobre él ni sobre su nueva amante, sino sobre... ¡el
violín!
Algún tiempo después, un anticuario de Shangai compra
un violín rojo con un agujero en el mango, que venderá
varias décadas después (¿tanto tiempo estuvo en la
tienda sin comprarlo nadie?) a una mujer china, que lo
regala a su hija Xiang Pei, entonces una niña. Estamos
en los años 30; tres décadas después, Xiang es ya una
mujer, y vive la época de la Revolución Cultural
maoísta, y sus humillantes procesos públicos a los
culpables de "desviacionismo burgués", entre
los que se encuentra Chou Yuan, maestro de música cuyo
"crimen" es enseñar música occidental a sus
alumnos. Tras su arrepentimiento público, a Chou se le
perdona la vida, en parte por la defensa que hace de él
Xiang. Pero se descubre que Xiang guarda en su casa un
violín rojo, símbolo de la "decadencia
occidental", y los fanáticos Guardias Rojos van a
detenerla: como último recurso para salvar el
instrumento de la quema, ella le pedirá a Chou que
acepte esconderlo.
Años después, ya en los 90, Chou muere y el gobierno
chino decide subastar su colección de instrumentos,
recurriendo para ello a la casa de subastas Duval de
Montreal (Canadá). Duval contrata a un experto, Charles
Morritz, para ayudarles en la tasación de cada pieza, y
es Morritz quien descubrirá que uno de los violines de
la colección es el legendario violín rojo de Frederick
Pope. También descubrirá la terrible razón del color
rojo del violín, pues los análisis encargados a
prestigiosos laboratorios dictaminan que el barniz usado
contiene sangre humana, la sangre de Anna Bussotti.
Cuando la subasta tiene lugar, gentes llegadas de varios
continentes para recuperar una parte de su propia
historia pujan por el famoso violín rojo: desde los
monjes herederos de la orden que acogió a Kaspar Weiss,
hasta la Fundación Pope, o el hijo de Xian Pei, que era
un niño pequeño cuando su madre fue detenida y ahora es
ya todo un hombre (y al parecer lo bastante acaudalado
como para participar en la subasta). Sin embargo, parece
que quien se lo llevará será un antipático personaje
llamado Ruselsky, pues a pesar de haber sido incapaz de
apreciar el violín cuando lo tuvo en sus manos, es quien
tiene más dinero (nadie más que él llega a ofrecer
2.400.000 dólares). Claro que estas historias deben
demostrar que el dinero no lo es todo: aunque compra el
violín, lo que se lleva es una copia del siglo XIX, pues
Morritz ha dado el "cambiazo".
"El violín rojo" es ciertamente una película
de alto presupuesto, pues se ha rodado en tres
continentes y en al menos cinco idiomas. Sin embargo, nos
parece que dadas las pretensiones del film (retratar la
vida a lo largo de nada menos que cuatro siglos), sus
medios se le han quedado incluso cortos, pues cada época
histórica tiene que ser mostrada en breves pinceladas,
que no consiguen pasar de la superficie; tampoco daría
tiempo a mucho más.
La elección de los escenarios es tópica a más no
poder. Así, para representar el siglo XVIII, con su
aristocracia y sus pelucas, qué mejor sitio que la Viena
de "Amadeus", al poco de morir Mozart; para el
siglo XIX, qué escenario más idóneo que la Inglaterra
victoriana, que hemos conocido en innumerables
adaptaciones literarias llevadas a la pantalla, entre las
más recientes las basadas en E.M. Forster o Jane Austen.
Y tras habernos mostrado la sociedad aristocrática
(XVIII) y la burguesa (XIX), en el siglo XX le toca el
turno a la comunista, la que supuestamente debería ser
la sociedad igualitaria del futuro y en realidad sirvió
para producir alguno de los regímenes más criminales de
la historia de la Humanidad, como el de Mao Zedong en
China. Aparte de ser el más perfecto representante del
comunismo, los guionistas deben haber elegido a China
porque así se aumentaban las rocambolescas vicisitudes
del violín rojo: atravesaba un océano, conocía otro
continente, y estaba a punto de ser roto o quemado (algo
más a añadir a su truculenta historia, junto a haber
sido enterrado en una tumba y haber recibido un disparo).
Finalmente, parece que tarde o temprano todo objeto
valioso producido en Europa debe acabar en una casa de
subastas en América, tal como el manuscrito de Leonardo
da Vinci que compró Bill Gates, y es la subasta de
Montreal lo que sirve como nexo de unión de las
diferentes historias de cada época. La narración hace
continuos saltos del pasado al presente, y además cuenta
varias veces la misma escena desde diferentes puntos de
vista, lo que podrá desconcertar al principio a algún
espectador, aunque seguramente terminará
acostumbrándose.
El director de esta producción italo-canadiense es el
quebequés François Girard, bien conocido por los
melómanos como el autor de "Thirty-two short films
about Glenn Gould", película biográfica sobre el
famosísimo pianista, y también por dirigir una de las
filmaciones realizadas sobre las Suites para cello de
Bach en la reciente grabación de Yo-Yo Ma. El guión ha
sido escrito por él en colaboración con Don McKellar,
quien interpreta en el film el papel del ayudante de
Charles Morritz, y la fotografía de Alain Dostie
consigue reflejar un ambiente distinto para cada época
de la historia.
En el reparto encontramos nombres de fama internacional,
destacando como Charles Morritz un sólido Samuel L.
Jackson, de cuyas numerosas apariciones en la pantalla la
que todos recordamos primero es la del asesino a sueldo
que acompañaba a John Travolta en "Pulp
Fiction". Junto a él, el nombre más conocido es el
de otra veterana, Greta Scacchi, en su personaje de
Victoria, la amante de Frederick Pope; otra incursión en
un personaje de la misma época que su papel de Mrs.
Weston en "Emma".
Hemos dejado para el final lo que nos parece lo mejor de
esta película, que es su música. La banda sonora
original no se encargó a uno de los habituales
"especialistas" del género, sino a un
compositor "clásico" (esto es, de música para
la sala de conciertos), como es John Corigliano, uno de
los más ilustres compositores vivos de Estados Unidos,
de quien muchos aficionados recordarán su Sinfonía nº
1 "dedicada a los amigos víctimas del SIDA", o
su ópera "Los fantasmas de Versalles".
Continúa así una tradición de compositores
"serios" que prestan ocasional atención a la
música para el cine, como han sido Prokofiev,
Shostakovich o Copland, y que en el caso de Corigliano se
había plasmado en dos trabajos anteriores para la
pantalla de enorme interés: "Altered States"
(1980, en España "Viaje alucinante al fondo de la
mente"), film de terror de Ken Russell sobre un
guión de Paddy Chayefsy, y "Revolución"
(1985), la película de Hugh Hudson sobre la guerra de
independencia de Estados Unidos.
Corigliano, cuyo padre fue violinista, el concertino de
la Filarmónica de Nueva York (y al que podemos ver aún
hoy en los programas de TV que dejó grabados Leonard
Bernstein), nos entrega una partitura donde cada época
está perfectamente representada por música escrita en
su estilo (es de destacar el concierto que toca la
orquesta de niños acogidos en el monasterio, que podría
haber sido escrito perfectamente por Vivaldi, la música
zíngara de la banda de los gitanos, o el virtuosismo
romántico de las piezas que interpreta Pope); y a su
vez, ello no impide que en los momentos de mayor tensión
o misterio se utilice un lenguaje musical contemporáneo
en la línea de un Penderecki en sus buenos tiempos. De
esta amalgama de estilos resulta un todo coherente, que
ganó merecidamente el Oscar a la mejor banda sonora
original de 1999 (única categoría en la que estaba
nominada la película) y que asimismo ha dado origen a
una pieza de concierto de más de 17 minutos, la Chacona
para violín y orquesta "El violín rojo".
Esta Chacona está también incluida en el disco de la
BSO, en el que han participado intérpretes del máximo
prestigio entre los de las generaciones más recientes,
como el director finés Esa-Pekka Salonen, al frente de
la orquesta Philharmonia de Londres, o el violinista
Joshua Bell quien, entre otras apariciones en pantalla,
"dobla" al actor que interpreta a Pope en la
secuencia del concierto en el auditorio Sheldonian de
Oxford. Tanto la Chacona de concierto como la música de
la película se basan melódicamente en el llamado
"Tema de Anna", el que ella cantaba para el
futuro niño que no llegó a conocer.
En resumen, el principal inconveniente de "El
violín rojo" es la descompensación entre los
episodios históricos y la parte de "thriller"
acerca del destino del instrumento en su subasta en la
Canadá actual, que llega a interesar al espectador más
que aquellos, cuando es con mucho el de menos coste de
realización; un "thriller" suele ser más
barato que una película de ambientación histórica. La
historias de época son tópicas y de contenido bastante
truculento y, como tantas veces, se impone un final feliz
poco realista. Sin embargo, la película puede ser
disfrutada por un amplio público, tiene alicientes
indudables, como su música, y sobre todo nos hace pensar
que los productos del trabajo humano pueden sobrevivir
a sus creadores e incluso, si son lo suficientemente
buenos, conseguir algo parecido a la inmortalidad.
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