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La inspiración mallorquiniana de Chopin Por Isabel Francisca Álvarez Nieto.
Este primer contacto con los lectores de Filomúsica pretende ser punto de
partida con el que acercarles en sucesivos encuentros, los secretos
musicales que se esconden en Sa Roqueta, nombre con el que coloquialmente
los mallorquines llamamos a nuestra isla, esperando que resulten de interés
para todos. Comenzamos
el viaje por un pueblo del extremo occidental de Mallorca, Valldemossa. Y
es que esta localidad, la más elevada de la isla, ha atraído, desde
tiempo atrás, a conocidos personajes como Frédéric Chopin (que compuso
aquí la mayoría de sus 24 preludios y algunas otras composiciones que
comentaremos más adelante), Unamuno, Borges, lord Chamberlain, Rubén Darío,
Azorín, Sorolla y Rusiñol, entre otros. A 17 km de Palma y a través de una carretera sinuosa, perfilada entre pinares, se llega a Valldemossa. Entre los tejados del pueblecito sobresale la Cartuja de Jesús Nazareno, situada junto al palacio del entonces monarca mallorquín Sancho y en unos terrenos que, ya en las postrimerías del s.XIV, fueron cedidos por éste a los cartujos para que edificaran un monasterio. En el s.XVI se construyó un nuevo convento y en el XIX los cartujos dejaron de ser enclaustrados, con lo que parte de los terrenos circundantes fueron vendidos a particulares. El
encanto de este bello y escondido pueblo, rodeado de olivos, almendros y
algarrobos, fue el lugar escogido para pintores, escritores y músicos de
las cuatro esquinas del planeta como refugio de inspiración, por lo que
resulta de interés para conocer mejor sus obras. Precisamente,
en el invierno de 1838 a 1839, desde el 8 de noviembre y hasta el 13 de
febrero, la Cartuja de Valldemossa acogió a una pareja de artistas:
George Sand, pseudónimo de Armandina Aurora Lucía Dupín, novelista
francesa, y a su amante, Federico Chopin (Fryderyk Franciszek Chopin,
Zelazowa Wola 1810- París 1849), pianista y compositor polaco que ya a
los 9 años deslumbró a su patria con su primer concierto. En
este escenario, descrito por la escritora como “...uno de esos paisajes
que nos atrapan porque no nos deja desear ni imaginar nada más...”, es
donde Chopin asienta su propósito de curarse, gravemente aquejado de
tuberculosis, enfermedad que arrastraría hasta su muerte. El
antiguo claustro de la Cartuja es en la actualidad un cuidado jardín que
da acceso a las celdas. Las número 3 y 4 son las que tuvieron el honor de
albergar a la pareja Sand-Chopin. Durante
la década que duró su romántica relación, el genial artista gozó de
uno de sus períodos más fecundos, publicando la mayoría de sus obras
simultáneamente en París, Londres y Leipzig. Aunque seis años antes ya
había maravillado con su faceta didáctica, representada en sus estudios,
preludios, nocturnos, valses, impromptus y mazurcas. Precisamente,
en la soledad de su celda y supuestamente con el piano Pleyel,
que se muestra en la imagen, traído expresamente de París, Frédéric
Chopin compuso una Polonesa en do
menor, una de las catorce que escribiría a lo largo de su vida y que
nos dan una idea de su personalidad, ya que ningún gran compositor se ha
centrado en el piano tanto como él, hasta el punto de que le costara
transcribir al papel su composición improvisada, pues componía al tiempo
que tocaba. También
compuso una Mazurca en mi menor, de las cincuenta y una a las que daría forma.
Y muchas otras piezas menores tan bellas como estremecedoras, no en vano,
tanto a Chopin como a su acompañante, el lugar les pareció bastante tétrico
a causa de los valldemossinos, antipatía que la escritora hizo patente en
su famoso libro “Un hiver à Majorque” (“Un invierno en Mallorca”)
(1841). Pero
la naturaleza les compensó, y es que, en este rincón del planeta, los
atardeceres fluctúan entre la fastuosidad de una obertura wagneriana y la
exquisitez de una estampa japonesa. Así, las composiciones de Federico
Chopin, que no difieren de su faceta pianística, gozan de un estilo
delicado en el que los sentimientos en ocasiones irrumpen violentamente en
la sencillez y el refinamiento de una línea melódica no exenta de
adornos. Es fácil visualizar todo esto si pensamos que quizás fueran
ideadas bajo una eglógica alfombra de almendros de Valldemossa, no muy
lejanas montañas, quizás nevada ese invierno y el mirador de la casa del
Archiduque Luis Salvador de Austria como faro insuperable del litoral
escarpado. Pero
nuestro músico añoraba la mundanidad parisién, y su débil estado de
salud y su personalidad asustadiza, le hicieron sentir entre aquellas
paredes del convento un miedo tan espeso como la borrina de un día de
invierno. Por ello, tras esa estación, embarcó para Francia junto con
George Sand y un buen número de nuevas composiciones para morir en París
diez años después. Chopin
fue y es admirado por la innovación de sus armonías y su originalidad en
el empleo de los recursos pianísticos; influencia que puede apreciarse en
Liszt, Wagner, Fauré, Debussy, Grieg, Albéniz, Chaikovsky, Rakhmaninov y
muchos otros. Y es que en Chopin se pueden
encontrar muchos de los fundamentos de la música moderna. Por
ello, la breve estancia del genial compositor y pianista no pasó
desapercibida en la isla y, ya durante la República, se celebraron en
Valldemossa los Festivales Chopin, que en la actualidad tienen lugar todos
los veranos en la Cartuja, cita ineludible de todo chopiniano que se
precie. Por supuesto, sus obras componen el repertorio. Además, en la década
de los años 60 se crea el Patronato Frédéric Chopin-Geroge Sand; y se
inician los Concursos Internacionales de Piano Federico Chopin. Dos décadas
más tarde, en 1981, nace también la Asociación de Festivales Chopin
que, como las anteriores iniciativas pretende ser piedra de toque con la
que fomentar el estudio musical. Espero
que esta primera incursión en la comunidad balear les haya resultado
grata y me acompañen en el próximo artículo, en el que permaneceremos
en la capital mallorquina para conocer a uno de los más importantes críticos
musicales de Europa que ha dado la isla, Juan María Thomas Sabater.
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