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Arte y humanidad de Leonskaja Por Víctor Pliego de Andrés. Lee su curriculum. Recital
del pianista Elisabeth Leonskaja. Sonatas núms. 23 y 32 de Ludwig van
Beethoven; preludios op. 3 (núm. 2), op. 32 (núm. 12) y op. 23 (núms.
5, 6 y 2) de Sergei Rachmaninov; Les jeux d’eau de la Villa d’Este y
Vals Mefisto núm. 1 de
Franz Liszt. Ciclo de Grandes Intérpretes. Auditorio Nacional de Madrid,
30 de enero de 2002. Más allá de lo que se escucha en un concierto existen, sin duda, otros hechos y circunstancias que el oyente desconoce. Elisabeth Leonskaja debió estar bajo el influjo de algún misterioso numen que marcó la tremenda diferencia que pudimos apreciar entre las dos partes del recital que ofreció en la apertura de la séptima temporada del ciclo de Grandes Intérpretes que organiza la Fundación Scherzo. En la primera mitad escuchamos a una pianista insegura y descentrada: en la segunda parte emergió una gran maestra, rebosante de talento y señorío. Fue una prueba de que los grandes genios también están sometidos a debilidades humanas. Leonskaja es una intérprete de grandes recursos, pero también es artista sensible e impulsiva. Es algo obvio y huelga buscar una explicación concreta a la disparidad del recital. Leonskaja pertenece a una vieja escuela pianística que, desde la tradición, pervive hasta hoy. Es una escuela de arte y personalidad, que subordina la técnica a las necesidades expresivas de la emoción. La técnica de otras escuelas recientes es mucho más perfecta. Parecía imposible, pero mejora día a día, al igual que las marcas olímpicas. Es un hecho que podría tener entre otras causas la mayor competitividad, la influencia de las grabaciones, la investigación y la racionalidad académica. Afortunadamente, el arte también existe al margen del progreso, aunque es mucho lo que le debe. Las cualidades de Leonskaja, dentro de una tradición conservadora, son enormes. Entre ellas sobresalen la sinceridad, la extraordinaria calidez del sonido y la conexión en el legato. La pianista georgiana conquistó a la audiencia con unas profundas versiones de los preludios de Rachmaninov y deslumbró con un Liszt rotundo y serio. El ascenso desde los infiernos hasta la gloria se vio coronado con los laureles del éxito. Además de un concierto, se ofreció todo un ejemplo de música, de humanidad y de entereza. (Fotografía
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