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Número 3º - Abril 2000


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CRISTOBAL DE MORALES.

Por Antonio Tomás del Pino Romero. Estudiante de viola y seminarista.

En este año del dos mil, en que la música no ha querido sustraerse a la multitud de eventos conmemorativos que, por los más diversos motivos, se vienen celebrando, el que ocupa un lugar privilegiado, en virtud de la figura que lo protagoniza, es el 250 aniversario de la muerte del egregio compositor y organista Juan Sebastián Bach. Pero sin querer restar importancia a tan ilustre músico y centrando nuestra atención en un ámbito más nacional y, con sano orgullo, diremos que también local, vamos a recordar al célebre polifonista Cristóbal de Morales, de quien también celebramos en este año el V centenario de su nacimiento.

    Sirvan de introducción a este pequeño homenaje los versos de Bartolomé Cairasco de Figueroa, que en su Templo militante (1494) nos dice bellamente:

"y del tiempo moderno
aquel hispano terno
de Morales, Guerrero y de Victoria
que parece en su buelo
que aprendieron música en el Cielo".

Es, sin duda, la impresión de quien se asome a disfrutar las composiciones de cualquiera de los polifonistas españoles del s. XVI. Se trata de una música profundamente inspirada en un concentrado espíritu religioso hacia el cual deriva, no sólo por la finalidad concreta de su utilización en los oficios litúrgicos, sino también por el ideal estético de querer despertar y hacer duradero el sentimiento religioso a cuantos participasen en las funciones sagradas, en expresión de fe religiosa sincera y verdadera. Dicho ideal no debe ser visto sin situarlo en el contexto artístico general de la época en que nos movemos y que aglutinaba a lo más granado de las producciones de místicos, literatos, pintores, escultores, arquitectos, etc., de la España del Renacimiento y el Manierismo. En efecto, todas estas obras, hoy patrimonio admirado universalmente, contiene una arraigada carga de piedad (fruto de una vida austera y fervorosa) y de catequesis plástica. Esto no es más que ver el mismo fenómeno bajo dos aspectos: de dónde vienen y hacia dónde se dirigen, que es, en realidad, una sola corriente de doble flujo que viene de Dios y conduce hacia Él mediante la contemplación de lo bello.

En el caso de Morales nos situamos en la primera mitad del s. XVI, época de grandes innovaciones técnicas en el campo musical y de no menos importantes cambios en cuanto a la mentalidad y la consideración estética tanto de autores como de intérpretes. Hay que tener en cuenta, no obstante, la herencia directa de la producción anterior, i.e., la última etapa del s. XV, y para encuadrar del todo a nuestro compositor, habrá que tener presente que durante su vida no se había producido aún el giro contrarreformista de la Iglesia Católica en el Concilio de Trento (1545-1563).

Morales disfrutó de una gran fama no sólo en vida, sino que después fue parodiado por polifonistas españoles como Guerrero (que empieza su Liber Primus Missarum con una Misa basada en el atractivo motete de Morales Sancta et inmaculata) y Victoria (que utiliza el motete a 6 Iubilate Deo omnis terra en su Misa Gaudeamus), a nivel nacional, y por el mismísimo Palestrina, que en su Misa O sacrum convivium parodia el motete que le sirve de base, de igual nombre, de Cristóbal de Morales, siendo el único autor español a quien decide parodiar.

Más la fama de nuestro querido polifonista hispalense no se constriñe a nuestras fronteras. Citemos tan sólo de forma sumaria la presencia de sus obras en diversas catedrales e iglesias del "Nuevo Mundo" (Cuzco, México…) y en Europa, aun cuando habían transcurrido muchos años después de su muerte (no corrió la misma suerte el maestro abulense Tomás Luis de Victoria, cuyo olvido acaeció poco después del descenso de sus restos al sepulcro). Multitud de ediciones en imprentas europeas (Venecia, Nuremberg, Lovaina… lo confirman).

Como decía al principio, el recuerdo de este maestro nos retrotrae a nuestro propio pasado musical. En efecto, Morales fue maestro de capilla de la Iglesia Catedral "Santa María de la Encarnación" de Málaga. Fueron años difíciles, agravados por la precaria situación que venía arrastrando la capilla musical de entonces, en el contexto de una Iglesia muy joven. Pese a ser el maestro más célebre que haya podido tener nuestra entrañable Iglesia Catedral, nunca, ni en vida ni después, se le ha tratado como tal. Más honor se le tributó al maestro Guerrero, que, aunque aprobó las oposiciones al magisterio malacitano, no utilizó este puesto (en el que no se llegó a estrenar) sino como un trampolín en una carrera que culminaría en una de las sedes más poderosas de España: la de Sevilla. Las escasas obras que se conservan en el archivo de la Catedral, sólo una, y el recuerdo poco agradecido que se ha tenido para con él, nos debería interpelar para hacer un acto de desagravio con esta señera figura que forma parte de nuestra herencia musical más directa.