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Número 53º - Junio 2.004


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GIULINI CUMPLE 90 AÑOS

Por Ángel Carrascosa Almazán. Crítico musical y colaborador habitual de Ritmo y El País.

 

El 9 de mayo ha cumplido 90 años el italiano Carlo Maria Giulini, uno de los más grandes directores de orquesta de la segunda mitad del siglo XX. Aunque ya retirado, sigue siendo una leyenda y uno de los músicos más unánimemente elogiados de las últimas décadas: podrá gustar mucho o muchísimo (menos que eso es muy raro), pero será difícil encontrar a alguien que no le tenga admiración y el mayor respeto. Nadie lo cuestiona, nadie lo detesta: conociendo al músico, y no digamos conociendo a la persona, es lógico que así ocurra: ha sido siempre un hombre humilde, comprensivo y generoso, que no ha hablado mal de ningún colega ni de otros músicos; ni siquiera de los que entienden la música de modo muy diferente al suyo. Junto a él sólo sobrevive otro director de su generación universalmente admirado, y no tanto como él: Kurt Sanderling, el germano-ruso nacido en 1912 y aún activo, o al menos hasta hace poco.

Alguna vez ha afirmado Daniel Barenboim, con razón, que Giulini es uno de esos raros músicos –como Mozart y, hace menos tiempo, Ferruccio Busoni o Claudio Arrau- que han entendido en profundidad lo latino y lo germánico: el repertorio de Giulini, no muy amplio (aun así, mucho más que el exiguo de Carlos Kleiber, totalmente insuficiente para considerarlo, como algunos pretenden, uno de los más grandes directores), se basa en esos dos pilares, y sólo se remonta hasta el Barroco tardío (Bach), sin pasar de Britten y, ocasionalmente, de Webern, excluyendo por tanto la música contemporánea. Aun así, dentro de toda la enormidad de gran música que se ha escrito entre aquél y éstos, todavía existen algunos compositores de primera magnitud de los que se ha abstenido: Wagner, Richard Strauss y Puccini.

Amores limitados

Al igual que el pianista Sviatoslav Richter, Giulini tiene un repertorio de obras amadas (que no incluye todas las partituras de trascendencia aceptada), a las que ha vuelto una y otra vez, y que desentraña con una mirada cada vez más penetrante, más lúcida. Con esas pocas excepciones, obras de todos los grandes compositores tienen para él un significado profundo, y de ellas ha realizado interpretaciones magistrales: varias de las últimas Sinfonías de Haydn y de Mozart, el Requiem y algunos Conciertos de éste, las nueve Sinfonías, algunos Conciertos y las Misas de Beethoven, las Sinfonías “Trágica”, “Inacabada” y “Grande” y la última Misa de Schubert, la Sinfonía “Renana” y el Concierto para piano de Schumann, los Conciertos, las Sinfonías y el Requiem de Brahms, las Sinfonías 2ª, 7ª, 8ª y de Bruckner, la 1ª, la y La Canción de la Tierra de Mahler, las tres últimas Sinfonías de Dvorák y su Concierto para violonchelo, la “Patética” de Tchaikovsky, los Cuadros de una exposición de Mussorgsky/Ravel, los Requiem de Verdi y Fauré, la Sinfonía y las Variaciones sinfónicas de Franck, El Mar de Debussy, la Rapsodia española y Mi madre la oca de Ravel, una suite de El pájaro de fuego de Stravinsky, El amor brujo de Falla...  

En concierto y en disco 

En España pudo escuchársele en numerosas ocasiones en su etapa de madurez; aunque sus ademanes dirigiendo no son precisamente elegantes, sino angulosos y bruscos, transmite tal sinceridad que arrastra poderosamente. Ya, por desgracia, difícilmente podremos oírlo de nuevo en directo. Pero su extensa discografía nos permitirá seguir conociéndole y disfrutar de sus interpretaciones, numerosas y abundantes en logros inolvidables y que nos muestran siempre su profundidad (virtud que solemos atribuir a los centroeuropeos), su capacidad incomparable para cantar (una cualidad muy italiana) y su humanismo que lo empapa todo. En Beethoven sobresale su sublime “Pastoral” con la New Philharmonia (EMI), de una poesía que nos inunda y anonada, pero también la Novena de la Filarmónica de Berlín (D.G.), con el movimiento inicial más tremendamente dramático y áspero que podamos imaginar. Su “Inacabada” schubertiana (Sinfónica de Chicago, D.G.) es, sin duda, una de las escasísimas versiones geniales existentes en disco, y una interpretación sublime su última grabación, la Misa en Si bemol de ese compositor (Radio Bávara, Sony 1995). 

Brahms es quizá el músico con el que mejor se identifica, y sus logros en él son numerosos e incomparables: su último ciclo sinfónico, con la Filarmónica de Viena (D.G. 1990-92) es de una belleza cegadora, acaso el más hermoso de la historia del disco, y memorables su lírico Concierto para violín (con Perlman y Chicago, EMI) o su ardiente Segundo Concierto para piano (con Barenboim, editado por la Sinfónica de Chicago). De Bruckner ha grabado sólo la y las tres últimas Sinfonías: interpretaciones de honda y resplandeciente hermosura las tres primeras, y sobrecogedora, aterradora la Novena: una concepción, según el tópico, impropia del arte de Giulini, que, sin embargo, es capaz de todos estos registros. También es dramática y amarga su visión de la Sinfonía “del Nuevo  Mundo” (la de D.G., con la Sinfónica de Chicago), mientras las dos anteriores son de una envolvente y en general serena belleza (Filarmónica de Londres, EMI, y Sinfónica de Chicago, D.G.), lo mismo que su colosal Concierto para cello (Rostropovich, EMI). Mahleriano infrecuente, ha legado sin embargo una impresionante y avasalladora Novena, uno de los discos más premiados que existen (Chicago, D.G.).

Centrado, como se ve, en la música alemana y austríaca, ha dirigido ciertas obras francesas con excepcional propiedad y sutilísimo sentido tímbrico: El Mar de Debussy y Mi madre la oca de Ravel (ésta con la Concertgebouw, Sony) en primer lugar. Entre lo alemán y lo francés se sitúa la Sinfonía de Franck: nadie como Giulini ha llegado de lleno al corazón de esta obra admirable, sobre todo en su grabación de D.G. con la Filarmónica de Berlín. En el ámbito ruso (ruso-francés, a decir verdad), ofrece unos Cuadros de una exposición (Chicago, D.G.) y un Pájaro de fuego (Chicago, EMI) de antología. De música española muy poco, pero su Amor brujo (con Victoria de los Ángeles y la Philharmonia, EMI) es modélico, como ningún otro. 

Desde que, allá por 1982, su esposa cayera enferma y postrada en una silla de ruedas, frenó en seco su intensa actividad de conciertos y grabaciones. Tras su muerte, Giulini se sintió tan afectado que dejó de dirigir por completo: el 29 de octubre de 1998 dio “oficialmente” su último concierto. Tras recuperarse, ha enseñado a orquestas de jóvenes, en particular la Orchestra Giovanile Italiana, de Fiesole, a la que ha dirigido también ocasionalmente.  

UN GRAN DIRECTOR DE ÓPERA

Pese a ser del país de la ópera por antonomasia, este italiano con media alma germana, ha grabado escasas óperas, si bien algunas de sus ellas son monumentos discográficos imperecederos. Sólo un Rossini, L’Italiana in Algeri, de 1954 (poco feliz a diferencia de sus también juveniles grabaciones de oberturas, que son una gloria), más un Barbero de Sevilla en público, de edición más o menos pirata, que tampoco añade mucha gloria a su carrera. Sus dos Mozart (Don Giovanni y Le nozze di Figaro, de 1959 y 1960) son versiones importantes y muy bien cantadas, pero tal vez no muy personales en lo que se refiere a su labor. Por último, Verdi. Además de una Traviata en público (1955), con Maria Callas, muy aplaudida por muchos pero tal vez no tan extraordinaria como podría haber sido, sus cuatro verdis grabados en estudio son, por unas razones u otras, de imprescindible conocimiento: en su Rigoletto (1980), con la Filarmónica de Viena y un reparto vocal repleto de estrellas, lo más destacado es justo la dirección, intensa y bellísima. En Falstaff (1982) acentúa, lo que es un acierto, la amargura de la genial última partitura de su autor; más controvertido aún es su Trovatore (1984), pues se aparta mucho de la tradición por su carácter oscuro, opresivo y fatalista, lo que se plasma en unos tempi muy lentos; es una visión audaz y, seguramente, de total coherencia. Pero el logro operístico más indiscutible de Giulini es su formidable Don Carlo (1971), con Caballé, Domingo, Verrett y Raimondi, que conserva íntegra toda su pujanza –lirismo y dramatismo de la más alta temperatura- y que el tiempo agiganta como uno de los discos más asombrosos de la historia.