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SEVILLIAN WARS
CAPÍTULO II: LAS GUERRAS DE LOS CLONES
Por
Fernando López Vargas-Machuca.
Retomamos
la serie iniciada en el número anterior en torno a la muy belicosa
situación musical en la capital andaluza volviendo la mirada atrás para
entender las actuales circunstancias de dos organismos que han venido
desarrollando un largo historial no sólo de serios problemas internos,
sino también de de encuentros y desencuentros entre ellos, y que ahora se
ven obligados, mal que les pese, a unirse en un matrimonio no por
necesario menos forzado. Nos referimos, claro está, a la Real Orquesta
Sinfónica de Sevilla y al Teatro de la Maestranza. Entidades que a pesar
de su diferente naturaleza poseen una configuración en cierto modo
similar, clónica si se quiere: ambas fueron creados al hilo de la Expo´92
(la ROSS ofreció su primer concierto en enero de 1990, el Maestranza se
abría pocos meses más tarde) como hitos culturales de la puesta al día que
por entonces realizaba la ciudad, ambas van a conocer un muy caluroso
apoyo del público, ambas van a depender de manera directa de las
decisiones -y de las interferencias- de la administración pública, ambas
van a carecer de un proyecto claramente definido y con visión de futuro, y
ambas van a mostrar con el paso del tiempo determinadas insuficiencias que
han terminado obligando a dar un golpe de timón cuyos inciertos resultados
aún no podemos prever.
La Sinfónica fue creación en gran medida del croata
Vjekoslav Sutej, reuniendo a un grupo humano de variopinta procedencia
para formar una orquesta que dejó anonadados, por su calidad, a los
habituales de la muy modesta Bética Filarmónica. Se hizo pronto con un
importante número de abonados gracias a un elevado nivel técnico, a una
programación basada en el gran repertorio y a unos precios muy asequibles.
Eso sí, se echaban de menos más nombres de categoría en el podio, mientras
que el maestro Sutej, formidable recreador de Prokofiev y Stravinsky, no
era el más adecuado para que la formación se entrenara en el lenguaje del
clasicismo y del primer romanticismo. Quizá fuera el excelente Così fan
tutte que ofreciera en el Maestranza la mayor baza a favor de Klaus
Weise para que resultara escogido como nuevo titular en 1996. El alemán,
músico de incontestable talento, se mostraría como un kapellmeister
espléndido para el gran sinfonismo germano, pero en poco tiempo la
situación se fue deteriorando. El peculiar temperamento de Weise, sus
problemas personales y sus difíciles relaciones con el gerente Francisco
Senra terminaron dejándose notar en los resultado artísticos. A todo esto
los integrantes de la orquesta empezaron a evidenciar su carácter de grupo
humano problemático, mezclándose sus reivindicaciones laborales en todo un
laberinto de intereses que alcanzaría una gran repercusión pública a
través de los virulentos ataques de la prensa tanto hacia Weise (desde
ABC) como hacia Senra (desde El Mundo). Cobraba fuerza, además, la
hipótesis -tajantemente desmentida por el gerente- de que al maestro lo
había impuesto la por entonces alcaldesa Soledad Becerril. Una entrevista
realizada por EFE en la que el músico, sin pelos en la lengua, dejaba bien
claro cuáles eran sus personales puntos de vista terminó acelerando la
despedida "a la francesa" del polémico titular.
Vino entonces la decisión más controvertida de Senra:
contratar al veterano y muy prestigioso pero un tanto venido a menos Alain
Lombard. La decisión no pareció sentar bien a varios críticos locales, que
habían manifestado sus preferencias por otros candidatos. De hecho,
resultó muy significativo que desde el mismo día posterior al nombramiento
ya se podían leer comentarios irónicos y despreciativos hacia el maestro
parisino, incluso por parte de periodistas que no ejercen la crítica
musical. Muchos sospechábamos ya entonces que su suerte estaba cantada. Y
así fue. Tampoco es que Lombard hiciera mucho por ganarse al mundo
sevillano. Su técnica estaba fuera de toda duda, pero su continuamente
cambiante personalidad musical, que le llevaba a ofrecernos de lo mejor y
de lo peor en una misma velada, tenía a su vez reflejo en unos criterios
como director artístico desconcertantes. Así por ejemplo, nunca podremos
comprender por qué no hizo público su planteamiento de hacer un recorrido
por la historia de la música a lo largo de tres temporadas; de haberlo
hecho, quizá no le hubieran llovido las acusaciones de conservadurismo con
respecto a las dos primeras, mientras que se hubiera comprendido mucho
mejor la airada reacción del nuevo y efímero gerente, Luis Miguel Rufino,
al saber que para la tercera y última (nunca materializada, sustituida por
otra preparada por Juan Luis Pérez) se programaba un elevadísimo número de
obras del siglo XX de esas que asustan a los abonados.
Claro que había otros problemas. Por ejemplo, el manifiesto
descenso del nivel técnico -de la cuerda sobre todo, ya que el metal nunca
fue gran cosa- de una orquesta que sólo en determinadas ocasiones sonaba
con la redondez deseable. O la falta de una política de grabaciones
coherente e interesante (lo mismo se registraban pasodobles y marchas de
Semana Santa para un sello local que, por duplicado, el Concierto de
Aranjuez para Sony). O el altísimo coste que supone seguir pagando el
alquiler del antiguo Cine Apolo -su primitiva sede, de singular acústica-
por carecer de otra sala de ensayos. O la difícil convivencia con el
Teatro de la Maestranza, que en función de sus producciones operísticas
dejaba para los programas de abono de la ROSS las peores fechas del
calendario. O la insatisfacción por parte de los profesores de la
orquesta, manifestada en la marcha de varios de ellos a otros destinos que
les parecían más interesantes y, finalmente, en una sucesión de
reivindicaciones laborales que culminaron en la tristemente célebre huelga
del Otello dirigido por López Cobos. Estos últimos acontecimientos
precipitaron la marcha del ya muy quemado gerente Francisco Senra, quien a
lo largo de diez años de gestión había mostrado prudencia y honradez, pero
también falta de habilidad para lidiar a dos bandas con músicos y
administraciones públicas, amén de cierta escasez de aspiraciones
artísticas para llevar a la orquesta más arriba de donde él mismo había
contribuido a colocarla. Los políticos de turno colocaron en su lugar al
citado Rufino, un gestor decidido a sanear la orquesta a base de recortar
gastos presuntamente innecesarios (bochornosos los programas de mano
editados bajo su supervisión) y de atraer al público a base de repertorio
muy tradicional ("el concepto de cultura está pasado de moda", se le oyó
decir).
No casualmente, aunque sí de manera bastante paradójica,
Rufino encontró el apoyo de la prensa más hostil a Lombard. Y éste,
probablemente hastiado por ver que no lograba llevar a cabo -por causas
propias o ajenas- su proyecto para Sevilla, no dejaba de precipitar su
propio fin con una serie de bajas por enfermedad no siempre justificadas:
cuando se descubrió la vergonzosa circunstancia de que una de las noches
en que faltó a sus compromisos en Sevilla estaba dirigiendo en Verona, no
quedaba más remedio que prescindir de su figura. Al final terminó
despidiéndose él mismo -nunca mejor dicho- "a la francesa", repitiendo una
situación que parecía clónica de la protagonizada por Weise pocos años
atrás. Eso sí, quedaba un contrato de por medio y al final el maestro se
ha largado con una compensación económica cuya magnitud, que no ha
trascendido al público, presumimos muy elevada. Bochornoso para todos los
implicados. Así las cosas, estaba claro que hace falta contar con nombres
nuevos y con un planteamiento distinto, más ambicioso y arriesgado. Y en
ese momento llega Juan Carlos Marset, nuevo Delegado de Cultura del
Ayuntamiento, con los Halffter de la mano... Pero de eso hablaremos más
adelante, una vez que en el próximo número de FILOMÚSICA hayamos hecho un
repaso de las vicisitudes ese otro gran organismo musical sevillano del
que hablábamos al principio: el Teatro de la Maestranza.
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