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Número 74º - Marzo 2.006


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GIUSEPPE SINOPOLI: IRREGULAR PERO GENIAL

Por Fernando López Vargas-Machuca. Historiador. 

Falleció de un infarto a los cincuenta y cuatro años de edad mientras dirigía Aida -irónicamente el título con el que había debutado en la ópera un cuarto de siglo atrás- en el foso de la Deutsche Oper de Berlín el 20 de abril de 2001. Son cinco años ya sin el veneciano Giuseppe Sinopoli entre nosotros, momento adecuado para volver la vista atrás y reconsiderar su posición en el panorama de la dirección de orquesta de los últimos tiempos. Ha sido y sigue siendo la suya una figura controvertida, habiendo recibido adhesiones inquebrantables pero también siendo víctima de descalificaciones profesionales muy graves; en algunos casos éstas no han venido del mundillo de la crítica sino del propio campo de la interpretación, y ahí están las acusaciones públicas de incompetencia por parte de la siempre temperamental Teresa Berganza a raíz de su registro de Madama Butterfly. La opinión el autor de estas líneas es bastante más positiva, y un repaso por la discografía del autor realizada de cara precisamente a escribir este breve texto no ha hecho sino confirmar que Sinopoli fue a veces un director extraordinario. Muy irregular, eso desde luego, con algunas cosas que no pasan de lo correcto y que a veces ni siquiera llegan a eso, pero en otras ocasiones muy inspiradas y a veces hasta geniales.

El estilo del director veneciano se caracteriza por su extroversión, su vitalidad y su comunicatividad, así como por su renuncia a planteamientos "filosóficos" para centrarse en los más "puramente musicales". Construye así unas versiones de un desarrolladísimo sentido del color y de las texturas, sensuales sin caer en el mero hedonismo y a veces adecuadamente ácidas y estridentes; versiones en las que la batuta se recrea en la exhuberancia orquestal y en los contrastes de la partitura, que Sinopoli acentúa de buena gana; y versiones en las que el fraseo resulta ágil y fluido, pero también quizá un tanto nervioso, hasta el punto de que -en las ocasiones menos felices- puede resultar algo atropellado. Precisamente por eso las transiciones no están siempre todo lo bien planificadas que debieran, aunque también se pueden señalar algunos ejemplos (me vienen a la mente unas magistrales Fuentes de Roma) de todo lo contrario. También hay que reconocer que la acumulación de decibelios a la que es muy dado no siempre le permite obtener la deseable claridad instrumental, y que incluso puede haber caídas no en la grandilocuencia pero sí en el efectismo. Sea como fuere la brillantez y la creatividad están aseguradas. Ni que decir tiene que sus propuestas interpretativas, por lo general ajenas al equilibrio y la reflexión, funcionan mejor en unos repertorios que en otros, y de ahí que tengamos que descender al detalle.

Quizá el punto más alto de la carrera de Sinopoli lo marquen las grabaciones realizadas al final de su vida para el sello Teldec con las más importantes obras orquestales -incluidos los Gurrelieder- de la Segunda Escuela de Viena, todas ellas al frente de la última formación de la que fue titular, la espléndida Staatskapelle de Dresde. No es que sean las suyas "las únicas" ni "las mejores" interpretaciones, pues hay otras propuestas no menos extraordinarias, pero desde luego pocas veces se ha escuchado la genial música de los Schoenberg, Webern y Berg tan emocionantes y sensuales, tan sinceras y elocuentes, y todo ello sin caer en la trampa de "romantizar" las piezas ni de hacerles perder las aristas de su insultante modernidad. Mirando descaradamente a estos tres autores, sus lecturas de partituras tan diferentes entre sí como las de Scriabin, Respighi y -sobre todo- Puccini resultan igualmente portentosas: un exuberante festival de colores y sensaciones en el que la creatividad de la batuta consigue el milagro de hacerlas sonar tan modernas como cálidas y espontáneas. Concretamente Tosca y Butterfly son, por su apabullante riqueza tímbrica, por la original flexibilidad de su fraseo y por su teatralidad de buena ley, dos auténticos hitos discográficos, a lo que no es ajena la intervención de una ya madurita pero sensacional Mirella Freni.

Otra cima del arte de Sinopoli, aunque aquí con las comprensibles irregularidades, la marca la música de Richard Strauss. Sobre todo en los que a sus dos óperas "desquiciadas" se refiere, unas Salomé y Elektra que alcanzan un admirable equilibrio entre el último romanticismo y la virulencia del expresionismo; o en una muy sugerente y contrastada Ariadna en Naxos. Por no hablar -entre otras muchas cosas- de su incandescente y arrebatador pero en absoluto descontrolado Don Juan, un enorme logro interpretativo que rebosa ímpetu, vitalidad y un lacerante sentido dramático. Aun sin resultar desdeñable interesa bastante menos su Wagner, por su falta de idioma y de trascendencia, y eso que nos ha legado extrovertidas, brillantísimas y emocionantes traducciones discográficas de las oberturas de Rienzi y La prohibición de amar. ¿Quizá por ser páginas no muy comprometidas? Seguramente, porque en las que tienen "más miga" suele quedarse en un epidérmico espectáculo de sonidos. Algo similar ocurre en su ciclo discográfico de Mahler, en el que Sinopoli parece tomarse demasiado en serio su titulación en psiquiatría y ofrece unas lecturas creativas, llenas de contrastes y de no escaso sentido del humor, pero en ocasiones algo esquizofrénicas, dejándose llevar la batuta por el devaneo sonoro y hasta por la cursilería; es sin embargo en la música más sincera y acongojante de su autor, el adagio de la Décima Sinfonía, donde el veneciano nos sorprende con una lentísima lectura de inesperada serenidad y vuelo lírico.

En el resto de su repertorio discográfico -no especialmente amplio, con ausencias clamorosas como Bartók o Stravinsky y muy escasa presencia de Haydn, Mozart y Beethoven- hay de todo. Un Verdi singular, por ejemplo, lleno de nervio, vida y teatralidad aunque a ratos algo caprichoso. Un Bruckner irregular en el que espléndidos logros se ven empañados por cierta falta de comunión espiritual y algún muy evidente descuido. Un Schubert y un Schumann extrovertidos y vistosos pero no siempre bien construidos en su arquitectura y a la postre superficiales, faltos de profundidad y de vuelo lírico. O un dramático, emotivo y en definitiva inesperadamente portentoso Stabat Mater de Dvorák. O un personal Elgar en el que lo mismo nos encontramos -descendiendo al detalle- con la languidez y el decadentismo con los que recrea la Serenata para cuerdas que con la garra y la intensidad de su In the South. Evidente y desconcertante irregularidad la del desaparecido maestro, pues, que no debería hacernos olvidar la genialidad de sus admirables recreaciones arriba referidas. De hecho son muchas las batutas de prestigio de hoy día que acumulan tantos errores como los suyos pero rara vez logran alcanzar el nivel de sus logros más celebrados. De ahí que estemos convencidos de que el tiempo pondrá las cosas en su lugar y de que, una vez lejos polémicas de toda índole, Giuseppe Sinopoli será recordado como uno de los grandes directores de las dos últimas décadas del siglo XX. Queden aquí estas líneas como nuestro sincero y caluroso homenaje.