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PERTURBACIONES Y
FANTASMAS Por José Manuel Brea Feijóo. Licenciado en Medicina y colaborador de World Music, Etno-olk, Ir Indo, etc.
RESUMEN Grandes compositores de la música occidental presentaron algún tipo de desequilibrio emocional, incluso trastornos psíquicos graves, en contraste con una labor creadora plena de equilibrio. Tuvieron relación con médicos y psiquiatras de su tiempo y dejaron huella en su correspondiente época, pero el interés de sus vidas subsiste y sus obras perduran como legado intemporal.
INTRODUCCIÓN Muchos creadores de arte han dado muestras de poseer un talante no del todo equilibrado, quizás por imperativo genético, por las circunstancias ambientales o por ambos factores asociados. Rebasar el umbral de lo admisible, de lo establecido como norma, en fin, de la medianía, distingue en ocasiones al artesano del artista, la obra simplemente aceptable de la excelsa o sublime. Adversidades y contratiempos parecen significar más bien acicate que rémora; aunque el dolor o el sufrimiento –debido mayormente a carencias básicas– no es un caldo de cultivo favorable para el desarrollo de las artes, que florecen mejor en situaciones de paz y prosperidad, a menudo espolean la imaginación de los humanos. El escritor Sthendal definió la enfermedad como “inventora de sensaciones” y Baroja, escritor y médico, escribió que “sufrir es pensar”. Sin embargo todo es relativo, porque en los períodos de postración psíquica la inspiración de los artistas suele ahogarse en territorios de sequía. Si escritores y poetas son bien conocidos en cuanto a sus desequilibrios no lo son menos los constructores de la magia sonora, del arte más excelso que nace y muere de continuo, y cada vez de modo diferente. Ciertamente hubo casos significativos de músicos aparentemente equilibrados que, a pesar de su juicio, alcanzaron gran altura creadora. Baste citar a Johann Sebastian Bach (1685-1750), que ha pasado a la historia como un extraordinario músico, de magna obra concebida durante una larga trayectoria vital –si la comparamos con otros grandes compositores que murieron a edad temprana– que no sufrió grandes desórdenes emocionales, considerando que quedó huérfano de padre a los diez años y que diversos avatares obstaculizaron su camino; pero se nos antoja paradigma del equilibrio formal y de la estabilidad emocional. O a Félix Mendelssohn (1809-1847), que tuvo todo a su disposición, en el seno de una familia adinerada e influyente, sin entregarse por ello a lo frívolo o intranscendente; en una corta vida, sin sobresaltos ni hundimientos significativos, logró una obra creadora digna de encomio. O a Johannes Brahms (1833-1896), enérgico, exigente consigo mismo, soltero vocacional, continuador de la tradición clásica en pleno romanticismo, con la suficiente frialdad para desechar sin reparo “las notas sobrantes”, controlador de su música y su espíritu, aun presenciando dolorosamente el deterioro y la muerte de su protector y amigo Robert Schumann, de cuya mujer, Clara, probablemente estaba enamorado, sin aspavientos discordantes con su natural discreción. Pero aquí nos interesan aquellos compositores cuya vida está plagada de conflictos interiores, que rayaron la locura o se adentraron en su oscuro reino, que de algún modo salieron de la norma y reflejaron sus cuitas o su amargura en el pentagrama. Y aunque reza el dicho que “de poetas y de locos todos tenemos un poco”, admitiendo como normal cierta dosis de extravagancia, en la historia de la música hay casos dramáticos de personajes que rebasaron la admisible y benefactora “locura”; algunos intentaron el suicidio y fueron recluidos. Hemos de considerar también como representativos de la destemplanza a compositores en extremo preocupados por la existencia, obsesionados con la muerte o con el trasmundo. ¿Qué hay allende lo visible?, se preguntaban con abrumadora insistencia, angustiados en el filosófico cuestionamiento que limita al hombre pensante desde remotos tiempos. Con alguna de las peculiaridades referidas podrían tener cabida en este estudio muchísimos músicos, pero en una muestra representativa debemos ser selectivos. Y, para comenzar, nada mejor que dos monstruos sagrados, el primero de los cuales parece conducir al segundo sin solución de continuidad. DOS CUMBRES TAMBALEANTES Nadie pone en cuestión la supremacía de dos naturalezas únicas e irrepetibles, dos genios que iluminan como pocos la historia de la música: Mozart y Beethoven. No cabe duda de que el divino Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), niño prodigio entregado a la música desde muy temprana edad (su padre, Leopold, músico también, lo llevó a una gira de conciertos cuando sólo contaba seis años) y, por lo tanto, carente de una infancia ordinaria, tuvo una rauda entrada al mundo que habría de repercutir en el desarrollo de su temperamento creador. Por más que Wolfgang Amadeus fuese una persona alegre y extrovertida, que conectaba inmediatamente con las personas que conocía, le costaba mantener relaciones profundas y duraderas; en su controvertida personalidad persistió siempre un rasgo de infantilismo. Era tan inestable que se mudaba de vivienda varias veces en un mismo año, y tan desordenado e incapaz de administrarse que acabó sus días en la más absoluta miseria, cargado de deudas y, según la leyenda, arrojado a la fosa común tras una muerte adelantada (dato que hoy se tiene por falso, aunque se desconoce el lugar donde descansan sus restos por desinterés de su esposa, Constanza). Murió a los treinta y cinco años, seguramente extenuado por una incesante tarea creativa, un continuo trajín y una intensa búsqueda, que lo habría de acercar a la francmasonería, en un ambiente de celos y rivalidades que lo condujeron al aislamiento, motivado quizás por una progresiva angustia existencial. Con todo, la verdadera causa de su muerte (¿envenenamiento por mercurio?), harto discutida y nunca esclarecida, o el debate sobre si Antonio Salieri, su rival, atentó contra su vida, se han atenuado. Su genio, en cambio, permanece indiscutible en lo más alto. Un biógrafo lo describió como “un adulto en su niñez y un niño en la edad adulta”, calificándolo, por otra parte, como el músico más grande que jamás haya existido, pues la madurez de su música, inmensa y equilibrada, parece desmarcarse de su incompleto desarrollo emocional. Sorprende su portentoso legado en tan corto período vital. Sorprende el misterio creador que todavía lo envuelve. El gran Ludwig van Beethoven (1770-1827) fue otro niño precoz, instruido musicalmente por su propio padre (un tenor que hubo de abandonar su empleo víctima del alcoholismo e hijo a su vez de una alcohólica), que quiso hacer de él otro Mozart “encadenándolo” al clavicordio. Esa peculiar esclavitud le permitió dar su primer concierto a los siete años y su curiosidad innata le hizo adquirir una buena cultura general. Pero a partir de una hipoacusia progresiva, iniciada a los veintiséis años, su existencia se ensombreció paulatinamente, máxime a partir de 1802, al saber que su minusvalía era incurable; en 1819, cautivo de una sordera total, ya no podía comunicarse oralmente con los demás ni escuchar la música que componía. Además, se le achacaron múltiples padecimientos mal documentados (tuberculosis, fiebre tifoidea, sífilis, enfermedad de Crohn, etc.), siendo el compositor que más bibliografía médica ha generado. Se ha señalado como causa de su muerte la cirrosis –complicada con una pulmonía–, aunque no fue un bebedor en sentido estricto. Respecto a su déficit auditivo, hoy se sabe que sufrió una sordera otosclerótica, conductiva. Y es comprensible que su carácter se transformara, que se sumiera en un estado de desesperación, de furia interiorizada, de aislamiento obligado y de abandono. ¡Un creador de formas sonoras y no poder sentirlas de modo natural! La sordera lo fue retirando de la vida pública al tiempo que iba decayendo su virtuosismo pianístico. No obstante, mentalmente mantuvo la lucidez. Incluso se encargó de la custodia de su sobrino Karl, huérfano desde 1815, por quien se desvivió. Tal vez sus períodos de abatimiento se acercasen a una depresión real, nunca lo suficientemente arraigada (¿por su gran fortaleza de carácter?) como para privarle de la creación musical, que continuó, ¡y de qué forma!, hasta el final de su existencia. Impregnado de altos ideales, amaba a la humanidad y, en cambio, lo irritaba el vecino. Puede que el anhelo de expresar plenamente su amor humano –probablemente no cercado en lo platónico–, diese lugar a explosiones de cólera que habrían de ahogarse en su vertiente creadora. Para Beethoven, la música significaba la mayor revelación y, generosamente, deseaba que la suya liberase de todo sufrimiento a quien la comprendiese. Su Novena sinfonía, con el coral “Himno a la alegría” de su apoteósico final, es el súmmum de sus anhelos.
ROMÁNTICOS ATORMENTADOS En pleno Romanticismo musical hay ejemplos de músicos con vidas colmadas de vicisitudes, aun siendo algunas poco dilatadas en el tiempo. Ninguno mejor que los de Schubert y Schumann. Franz Schubert (1797-1828), duodécimo hijo de una gran familia numerosa de diecinueve hermanos envuelta en dificultades económicas, consiguió realizar estudios musicales gracias a una beca. Su tenacidad compositiva le llevó a realizar acopio de una magna obra en sólo veinte años, especialmente en cuanto al número de lieder o piezas para voz y piano, especialidad en la que fue un excepcional maestro. Esa entrega a la música y el cultivo de la amistad le aportaron una vida aparentemente dichosa, en la que no estaban ausentes el vino y las mujeres (frecuentaba los prostíbulos). No obstante, parece desprenderse de su obra y de diferentes escritos una cierta melancolía de carácter –acaso emanada de un acomplejamiento físico– que lo incitaba a beber en las fuentes de algunos poetas románticos que le habrían de servir de inspiración. En sus últimos años, muy afectado por una enfermedad “de amor”, la sífilis, confesó sentirse desgraciado. Sabía que su salud no habría de mejorar jamás y que, perdida la esperanza, desaparecía el entusiasmo por la vida y la belleza, al no aguardar ya nada del amor y de la amistad; por las noches deseaba entrar en un sueño profundo y eterno. Aun así, no decayó su proceso creador hasta su prematuro final, al parecer no debido a la susodicha enfermedad de transmisión sexual sino a una fiebre tifoidea. Sea como fuere, falleció dos meses antes de cumplir los treinta y dos años. El texto de una plegaria escrita por Schubert dice: “Atormentado de santa angustia, aspiro a vivir en un mundo más bello y anhelo llenar esta tierra triste con la fuerza de un sueño de amor...”. Si el texto es sincero, no cabe duda de que los fantasmas interiores lo carcomían; el no encontrar el deseado amor –celestial y/o terreno– y el misterio del “más allá” le desasosegaban. Por eso, aparte de la naturaleza, el amor y la muerte son los temas predilectos de sus espléndidos lieder. Tampoco Robert Schumann (1810-1856) le iba a la zaga a Schubert en fuerza creadora y lirismo; es uno de los más prodigiosos poetas de la historia de la música y su caso merece detenimiento. Dos hechos habrían de dejar su huella: la muerte de su padre cuando aún era adolescente, por un padecimiento nervioso, y la lesión tendinosa permanente del cuarto dedo de la mano derecha –por inmovilizarlo mediante un lazo durante sus ejercicios en el teclado– que lo obligó a dejar una prometedora carrera pianística. Desde entonces se entregaría de pleno a la composición. Ya desde la infancia mostró un comportamiento hipersensible y, como romántico, se sintió fascinado por la idea del alter ego u otro yo. Se enamoró de Clara Wieck, la hija de su primer maestro, y se casó con ella en 1840, entrando en un período de felicidad conyugal salpicado de ligeras crisis nerviosas que comenzaron a perturbar su vida. Mendelssohn le ofreció la plaza de profesor de piano y composición en el Conservatorio de Leipzig, que él mismo fundara, cargo que aceptó pero que dejó al cabo de un año para trasladarse a Dresde –supuestamente “para abrirse nuevos horizontes”–, en donde sufrió nuevos accesos nerviosos. Pero su sufrimiento no mermó su generosidad; ayudó a músicos tan grandes como Chopin o Brahms, de los que escribió artículos encomiables en su faceta de crítico musical, distando mucho de otros egoístas, celosos del talento ajeno. En 1854, en una noche de angustia, abandonó el hogar y se precipitó al Rhin, siendo rescatado con vida. Finalmente, fue internado en un manicomio en Endenich, cerca de Bonn; allí encontró la muerte en 1856, después de alternar períodos de relativa tranquilidad con otros de alucinaciones y delirios. Schumann se sentía poseído por fuerzas demoníacas e instintivamente presentía su temprana desaparición; tenía miedo al envenenamiento y a los objetos metálicos; estaba fascinado por lo mágico y lo oculto. Experimentaba alucinaciones auditivas desde los dieciocho años y los ruidos en su cerebro se transformaban en música extraordinaria:“... está interpretada por instrumentos muy sonoros y es una música más bella que ninguna otra escuchada en la Tierra”. Y el sonido de una campana en “La” martilleaba su cerebro, alucinación que dejó escrito en su diario: “... esa nota persistente que me produce maravillosos sufrimientos...”. Meses antes de su muerte sólo articulaba sonidos y sufría convulsiones. Su enfermedad ha sido objeto de estudio durante los últimos cien años. Se cambió el diagnóstico inicial de parálisis progresiva por el de esquizofrenia. Se habló de psicosis maníaco depresiva y de hipertonía esencial con degeneración precoz general. En fin... Quizás su cuadro pudiese circunscribirse a episodios de delirio paranoico –paranoia– o a reacciones paranoides, relacionadas con algún acontecimiento desencadenante capaz de provocar un elevado nivel de estrés, más que a una personalidad paranoica, que habría de privarlo desde un principio del proceso creativo (de su mano no salieron “composiciones de locura”); o encajar en la psicosis alucinatoria crónica, que asocia alucinaciones y delirios, sin descartar en ningún caso una predisposición genética, sabiéndose del padecimiento nervioso de su padre y que su hermana Emile se suicidó a los dieciséis años. No dejan de ser especulaciones que los psiquiatras habrán de dilucidar. Lo único cierto es que la música se abría paso, portadora de un supremo gozo, a través del sufrimiento, aun en la mente enferma de este excelso creador, en cuyos escritos se reconoce una melancolía proveniente de la desproporción entre el hombre limitado y la existencia incomprensible.
TEMPERAMENTOS OPUESTOS Se me antoja pensar que Berlioz y Bruckner son dos personalidades contrapuestas. Respectivamente, representan la pasión terrena –sin renuncia de lo celestial– y el más puro ascetismo. Hector Berlioz (1803-1869) fue otro hombre hipersensible y apasionado, que abandonó sus estudios de medicina para entregarse plenamente a la música. Se enamoró perdidamente de Harriet Smithson, una actriz irlandesa a quien su mente arrebatada confundía con las heroínas de Shakespeare que ella misma interpretaba, aunque al parecer no de modo sobresaliente. Pero a los ojos de Berlioz era sublime, hasta el punto de ser fuente de inspiración para la composición de su Sinfonía fantástica. Cabe señalar que, en un inicio, Berlioz fue rechazado por Harriet, lo que desencadenó su ferviente imaginación compositiva. Finalmente se casó con ella y desde entonces su vida fue una lucha por la existencia. Acabó separándose, quizás por el desencanto y la penuria económica, incapaz de mantener a su mujer, entregada a la bebida, y a su único hijo, Louis, que llegó a ser marino. Se casó en segundas nupcias con Marie Recio, a la que sobrevivió. Ya en su final, trató de realizar un último sueño de amor: unirse a Estela, un recuerdo de la adolescencia, enviudada pero imposible. Y al morir Louis de fiebre amarilla en La Habana, con sólo treinta y tres años, sintió el peso de la más profunda soledad. Entonces, el mayor músico francés para muchos –paradójicamente más reconocido fuera de su patria–, diferente y original, se fue aislando poco a poco y sufrió diversas crisis nerviosas hasta dejar este tormentoso mundo. Berlioz elaboró un programa explicando el argumento compositivo de la obra referida: “Un joven músico de sensibilidad enfermiza y ardiente imaginación se envenena con opio en un acceso de desesperación amorosa; la dosis de narcótico, insuficiente para provocarle la muerte, le sume en un profundo sueño acompañado de las más extrañas visiones...”. Podríamos hablar de locura de amor y de psicodelia. Es significativo que la sinfonía acabe con un movimiento titulado Sueño de una noche de aquelarre, en el que el protagonista, el propio artista, se halla rodeado de multitud de brujos y monstruos reunidos para un funeral. En el extremo opuesto a Berlioz podríamos colocar al austriaco Anton Bruckner (1824-1896), un ser acechado por fantasmas a quien algunos estudiosos consideran casi un místico. En 1867, a los cuarenta y tres años, sufre una crisis nerviosa, posiblemente una profunda depresión, recluyéndose durante tres meses en una clínica de Bad Kreuzen, sin que se pueda asegurar la verdadera causa de su abatimiento; quién sabe si una excesiva carga de obligaciones o la lucha interior por desembarazarse de un lenguaje musical conservador –adquirido en su pueblo natal, Ansfelden– para adoptar otro sinfónico nuevo. Un año después padece otro paroxismo nervioso y vuelve al mismo establecimiento de reposo. Con el tiempo se acrecientan su ya natural miedo a la vida y sus obsesiones: de los placeres de la buena mesa, del matrimonio (se cree que nunca tuvo relación íntima con una mujer, por lo que quizás el deseo irrealizado y obsesivo habría de causarle gran sufrimiento), de la narración de historias macabras y de los críticos musicales (fue víctima del implacable crítico Eduard Hanslick). Y para protegerse, Bruckner buscó refugio en la música y en Dios. No era un luchador y rendía veneración a los demás, no fue receptivo a influencias extramusicales, no buscó la ambición sino sólo el amor al arte, y quiso vivir a la manera de un monje. Murió de una pulmonía a los setenta y dos años, una edad impropia de otros grandes músicos, si nos atenemos al tópico de que “los amados de los dioses mueren jóvenes”. La pasión, generalmente ausente en sus extensas sinfonías, se ve reemplazada por un constante deseo de solemnidad, que llega en ocasiones a la grandilocuencia (teniendo presente a Wagner, a quien veneraba), y por una religiosidad profunda y grave; la emoción humana está ausente en este maestro a quien parece abrumar la grandeza de Dios y de la Creación. Ha pasado a la historia como un ser enigmático, y en él parece darse la teoría de la dualidad entre el hombre y el artista; sus rasgos de individualidad y timidez se diluyen, en parte, al leer algunos de sus escritos. Si difícil es conocer al hombre común, lo es más adentrarse en la compleja mente del artista.
MELANCOLÍA RUSA Volvamos la mirada al oriente europeo y detengámonos en la extensa Rusia: descubriremos las dos caras de una misma moneda. Por un lado músicos con un rostro amable, plenos de optimismo y sentido práctico; en el otro, perdedores o portadores de un sentido trágico de la existencia (alguien dijo que unos vienen al mundo a sufrir y otros a divertirse). Entre los primeros, tenemos a Nikolai Rimsky-Korsakov (1844-1908), que hace cantar a Fevronia, la protagonista de su ópera “Kitege”, de este modo: “Dios no bendice las lágrimas de la tristeza, Dios bendice las lágrimas de la alegría celestial”, lo que parece resumir su filosofía. Ciertamente, los temas de sus óperas –como del resto de composiciones– no son dramas psicológicos o históricos, conflictos de pasiones, sino cuentos o leyendas populares. Y también a Igor Stravinsky (1882-1971), hombre de sentido práctico y con los pies en tierra, que supo sacar partido de su talento (no como Bela Bartok, por ejemplo, un contemporáneo que sufrió gran penuria económica). En la otra cara aparecen Mussorgsky, Tchaikovsky y Rachmaninov. Modesto Mussorgsky (1839-1881) fue compositor intuitivo, original y penetrante, cuya existencia de pequeño funcionario y su poco éxito como músico agriaron su carácter. Un músico verdaderamente innovador, creador de un nuevo lenguaje, lleno de audacias armónico-melódicas, a veces de expresión primitiva y ruda, siempre auténtico, que no fue comprendido y por ello –quizás también por otros motivos– se entregó a la bebida. Acabó siendo un alcohólico precoz, en suma, un individuo desequilibrado, aunque para algún biógrafo, ciertos comportamientos que se le atribuyeron fueron debidos a la epilepsia que seguramente padecía. Siguiendo la senda de muchos artistas de antaño, murió pobre y solo en un hospital militar, en donde había sido admitido merced a la caridad. Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) es otro músico que merece nuestra atención. Se le reprocha a menudo ser un posromántico demasiado sentimental que se desahoga a gusto con su música. Porque se presenta abiertamente como un fatalista: el schumaniano “fatum” constituye el gran tema de toda su obra, hasta el punto de que su música acaba por convertirse en una narración de la propia lucha con el destino y, pese a todo, extraordinaria en sus mejores momentos. Piotr Ilich era sensible y muy nervioso, inseguro y temeroso de las tormentas, como parte de su miedo a la vida. Por otro lado, se le atribuye una inclinación homosexual que le torturaría, al no poder manifestarla públicamente. Sin embargo, en 1877 se entregó a un matrimonio precipitado con Antonina Miliukova, una alumna del conservatorio de 28 años, que amenazaba con suicidarse si no accedía a sus deseos; se duda de que sintiese por el maestro una inclinación sincera y se la acusa de ser una intrigante ninfómana que escribía cartas de amor a hombres famosos. Aquello no podía funcionar y la separación llegó enseguida (aunque nunca se divorció de ella y la cuidó hasta su final, en una casa de alienados); fue entonces el propio compositor quien intentó el suicidio, adentrándose en las heladas aguas del río Moscova con el propósito de agarrar una pulmonía, pero afortunadamente se recuperó. Tras su muerte, a poco de estrenar su Sexta sinfonía, Patética, se dijo que bebió intencionadamente un vaso de agua del río Neva, sin hervir, durante una epidemia de cólera en San Petersburgo, con lo que, de ser cierto, a la postre habría consumado su intención. Tenía cincuenta y tres años. Curiosamente, treinta y nueve años antes, su madre –con quien se sentía muy vinculado– falleció a causa de esa enfermedad infecciosa. Un hecho relevante en su existencia fue la relación mantenida con la señora Nadeshda von Meck, una viuda rica que irrumpió en su vida en 1876, haciéndose su mecenas, y a la que al parecer nunca trató personalmente (tal vez ella mantuvo la distancia conociendo la inclinación del músico), sino a través de una inmensa correspondencia en la que el músico dejó escrito: “Esta noche estoy triste y vierto lágrimas, porque esta mañana, errando por los bosques, no he podido encontrar ni una sola violeta. ¡Qué llorón!...”.Y también: “El fatum... una fuerza suspendida sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles, y que destila inexorablemente un veneno lento. Hay que someterse, abandonarse a una desesperación sin límites”. La ilustre dama interrumpió la increíble relación epistolar después de 13 años, en 1890, con una carta que finalizaba así: “No me olvide y piense en mí de vez en cuando”. Y, en su lecho de muerte, Tchaikovsky expiró con el nombre de Nadeshda en sus labios. En sus cambios de parecer, en su volubilidad, parece que alguien ha visto un trastorno bipolar (denominación actual de la otrora conocida como psicosis maníaco-depresiva, ya mencionada al hablar de Schumann). Lo cierto es que Tchaikovsky fue un hombre atormentado y solitario, privado por el destino del disfrute de la mujer, aunque estuviese atraído en un sentido fáustico por lo femenino. Su vida tuvo mucho de patética, como su última y extraordinaria sinfonía, y su figura pervive como sinónimo de “sonora emoción”. Admirador y seguidor en sus inicios de la obra de Tchaikovsky, Sergei Rachmaninov (1873-1943) se derrumbó moralmente por el fracaso de su Primera sinfonía. Quedó momentáneamente paralizado para la creación musical, postrado por una profunda depresión, y buscó ayuda en el Dr. Nicolás Dahl, que había curado a varios enfermos por hipnotismo. Éste le ayudó a recuperar la confianza en sí mismo y le animó a escribir mediante estimulantes palabras: “Tienes que empezar a escribir tu concierto... trabajarás con gran facilidad... el concierto será de calidad excelente...”. Rachmaninov reconoció la eficacia de esta positiva psicoterapia de sugestión, y en prueba de agradecimiento le dedicó a Dahl su famosísimo Concierto para piano nº 2. En adelante, este gran músico acusado a menudo de romántico trasnochado (prefirió ser epígono de Tchaikovsky en lugar de creador original, como Mussorgsky), parece que logró eludir recaídas dignas de mención, teniendo en cuenta su irremediable temperamento melancólico.
POSTROMANTICISMO DESCENTRADO Vamos a considerar a dos centroeuropeos hipersensibles y enamorados de la voz humana, que mueven sus ansias desde la desnudez a la monumentalidad expresiva: Wolf y Mahler. El austríaco Hugo Wolf (1860-1903), otro gran compositor de lieder, aprendió de su padre –un músico aficionado– las primeras nociones musicales. Desde muy joven mostró un carácter inestable, llegando a ser expulsado de varios colegios; en su época de colegial, su mediocridad escolar parecía contrastar con su gran talento para la música. Estudió en el Conservatorio de Viena, pero debido a su conducta turbulenta también de aquí lo expulsaron. Su inestabilidad mental le llevó a perder trabajos y amigos, y además a dificultarle la composición. En 1897 intentó ahogarse –como Schumann– y al no lograr su propósito fue recluido en un sanatorio mental. Recuperado, volvió a su actividad, pero al cabo de un año recayó, por lo que fue hospitalizado nuevamente. Wolf era un individuo extremadamente nervioso, sobreexcitado y exaltado, lo que no impedía que tuviese períodos de abatimiento; a una fase de euforia le seguía otra de postración, volviendo después a la anterior y así sucesivamente, en una alternancia maníaco-depresiva definidora de un trastorno bipolar (ya mencionado en los apartados dedicados a Schumann y Tchaikovsky). Sin embargo, su desequilibrio no impidió que compusiese cerca de 300 canciones –influido por la figura de Wagner y movido por su inclinación poética–, de una sencillez comparable a Schubert y de una intensidad semejante a la de Schumann. Gustav Mahler (1860-1911), de origen bohemio y nacido el mismo año, representa otro caso de desequilibrio, aunque no tan extremado. Estamos ante el hombre y el artista hipersensible, nervioso y atormentado, introvertido y ascético, casi fanático, atraído por las maravillas de la Naturaleza (bosques, montañas, canto de los pájaros) y angustiado en extremo por los profundos combates del espíritu. Como judío, tenía conciencia de pertenecer a una raza errante y sin raíces, lo que quizás contribuyó a agriar su carácter. Era muy sensible a los ruidos, muy crítico con los compositores vanguardistas, intolerante con su entorno, difícil de tratar y lleno de manías. Y a pesar de su brusquedad, rigidez, intolerancia y vehemencia, despertó gran fascinación entre el público de Viena, rendido a su papel de director de su gran orquesta filarmónica; en definitiva, muy popular pero probablemente no amado. En su música encontramos la confesión de sus tormentos y anhelos espirituales –hacia Dios, la Naturaleza, la belleza, la pureza–, la tragedia humana, en suma, expresada por medio de inmensas sinfonías que, en palabras suyas, “debían abarcar el mundo”. Su obra es el resignado adiós del hombre moderno al bello sueño del Romanticismo. En el último año de su vida hizo una visita al creador del Psicoanálisis; acudió a Sigmund Freud por un terrible miedo a perder a su mujer, Alma, veinte años más joven (los celos de Mahler le hicieron quedarse casi amigos), y éste le dijo, según confesó la propia esposa:“Usted busca en cada mujer a su madre, a pesar de que fue una mujer enferma y atormentada...” . También, según ella, cuando lo conoció –el músico ya tenía cuarenta años– “era un solterón con miedo a las mujeres; su miedo era infinito, tenía miedo a la vida, o sea, a lo femenino”. ¿Un complejo de Edipo no superado? Hay que reseñar que su padre, al parecer un hombre violento, había maltratado a su esposa siendo Gustav un niño, y eso habría de quedar grabado en su subconsciente. Tras su muerte, no debida a un abatimiento psíquico (aunque sintió profundamente la muerte de su hija María, por difteria) sino a una doble lesión valvular cardiaca congénita (en sus antecedentes constaban amigdalitis de repetición y fiebre reumática, y un primer aviso de angina de pecho cinco años antes dirigiendo un ensayo), Alma Mahler escribiría: “Gustav se me ha ido... Una vida agitada. Alegrías enormes. Hoy es la primera noche que voy a dormir sola en un nuevo domicilio... Acabo de hallar en la caja fuerte su despedida: son los esbozos de la Décima sinfonía. Estas palabras desde el más allá son como una aparición”. Sin duda, fue Mahler un hombre intrincado, inseguro y desvalido, que no halló la paz deseada en la Tierra; un artista singular y soñador a quien su mujer había comprendido y, seguramente, amado.
OTROS GRANDES NOMBRES ZOZOBRANTES Con Gustav Mahler podríamos cerrar esta muestra significativa, una relación de grandes desequilibrados y músicos imperecederos. Pero conviene recordar otras evidencias, anteriores y posteriores al gran sinfonista. Tengamos en cuenta que personalidades tan vitales como Nicolo Paganini (1782-1840) o Franz Liszt (1811-1886), con tumultuosas existencias entregadas a numerosos amoríos, tuvieron sus hundimientos morales, y en el caso de Liszt, una vocación religiosa tardía (¿temor a la muerte más cercana?) que recuerda a Lope de Vega. Que la imagen lánguida de Frédéric Chopin (1810-1849), víctima de la enfermedad romántica por excelencia, la tuberculosis, se mantuvo imperturbable a pesar de los cuidados de George Sand, su famosa amante, y de su estancia en Mallorca, por mor de su benignidad climática; tal vez por una melancólica idiosincrasia que le llevó a componer poéticos nocturnos y otras piezas pianísticas inigualables, que lejos de la languidez dan muestras de una gran energía. Que la personalidad de Richard Wagner (1813-1883) presenta estigmas de megalomanía o que Alexander Scriabin (1872-1915) se dejó embargar por la mística iluminación teosófica. Y que un americano singular y un británico diferente merecen distinción en el musical espacio del desasosiego: Gershwin y Britten. El raro caso de George Gershwin (1898-1937), no heredero directo de la tradición europea sino hijo musical del siglo XX, es para maravillarse. Un americano de ascendencia rusa (su apellido en origen era Gershowitz), un judío que introduce punzantes ritmos jazzísticos y el estilo melancólico del blues cantado, con raíces africanas revestidas por su particular visión. Desdeñado por los puristas, que negándolo como compositor serio lo consideran un musiquillo de music-hall, se empapó del folklore de Carolina del Sur para realizar una obra maestra, única en la historia del teatro lírico, llena de canciones e himnos concebidos al estilo e los espirituales negros: Porgy and Bess. Con todo, es el más célebre de los compositores americanos. Pero como hombre sigue siendo un enigma para los estudiosos. Había sido un niño melancólico, y tras conquistar gloria y fortuna se sentía desgraciado, esclavo de sí mismo. Gershwin fue ganado por el psicoanálisis y, al parecer, en sus desplazamientos desde Nueva York se hizo acompañar alguna vez por su psicoanalista. Posiblemente estaba acomplejado por sus carencias técnicas, abrumado por las complejidades armónicas de otros músicos coetáneos (como Ravel o Stravinsky), aunque estuviera sobrado talento. Aprisionado en el tiempo, quizás se sentía angustiado por no poder crear más obras de envergadura y tener que limitarse a sus sencillas canciones. Acaso sus males derivasen del tumor cerebral que le llevó a la tumba con sólo treinta y ocho años. Sea como fuere, igual que a la mayoría de homínidos pensantes, se le negó la plena felicidad terrena. Benjamin Britten (1913-1976), un músico relativamente cercano en el tiempo, sufrió un duro golpe a su ideal de juventud, que preveía un futuro de felicidad para toda la humanidad, truncado por la guerra civil española y el ascenso del nazismo. Su tendencia a la melancolía –como la de otros grandes músicos– tal vez se vio agravada por los acontecimientos; prefirió el aislamiento al aplauso general, y su pesimismo queda reflejado en su testamento sonoro. Su Réquiem de Guerra (War Réquiem) es la declaración de un pacifista convencido contra todo conflicto bélico y la inutilidad de la destrucción. Como todo hombre hipersensible, habría de herirle hondamente el violento mundo que le rodeaba.
CONSIDERACIONES FINALES En cualquier caso, vemos que no todos los músicos referidos adolecieron de grandes perturbaciones, y sin embargo todos rebasaron o cayeron por debajo del nivel de equilibrio teóricamente deseable para alcanzar una existencia aceptablemente dichosa, por su perenne inquietud, afán de superación, búsqueda de la perfección o sensibilidad extrema (¿tributo a la gloria?). Y aun así, esta afirmación es gratuita, porque ¿cómo podemos suplantar una personalidad ajena, hacernos cargo de lo que pasa en la complejidad de otra mente? De ahí la abundancia de adverbios de duda a lo largo de este ensayo. Debemos tener siempre presente la relatividad de cualquier conclusión, derivada de escritos que nos han llegado o de su legado artístico. Tampoco las particulares creencias, por extrañas o incomprensibles que nos sean, deben engendrar desprecio de quienes las aceptan. Y si hablamos de “desequilibrio”, lo hacemos en sentido de apartamiento de la norma aceptada/impuesta por/para la mayoría; y la mayoría no tiene por qué poseer la razón. El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) realizó unas reflexiones sobre la psicología del artista, afirmando que “cada hombre creativo es una dualidad o una síntesis de cualidades paradójicas”. Como hombre, sano o enfermo, su psicología personal puede ser explicada; pero como artista sólo puede comprenderse a través del hecho creativo. Cada ser humano es un mundo, ciertamente, comprensible a los demás en alguna de sus facetas, valorado o minusvalorado dependiendo de puntos de vista y de intenciones de acercamiento, difícil o imposible de abarcar completamente cuando se trata de individuos que pretenden la sublimación en casi todo lo que realizan. Pero si de la mayoría de los mortales nada queda tras su paso terreno, de ellos, de los grandes compositores, permanecerá su música para complacencia de los que sepan comprenderla o, simplemente, quieran aceptarla. Por último, consideremos la aparente paradoja: que la música de los “desequilibrados” puede contribuir a la mejora de otros a través de la musicoterapia; porque, centrados en su arte, compusieron obras plenas de equilibrio. ……………………………………………………………………………….
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