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VARIACIONES: Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.
Con frecuencia, al menos desde 1925, el escritor Joseph Roth advirtió al mundo de lo que se avecinaba. En marzo de ese año, la descripción hecha por él en el Frankfurter Zeitung del entierro de Friedrich Ebert, presidente del Reich, que había tenido lugar poco antes, revela el fin de algo más que una carrera o un período político: el de una democracia que había nacido débil y que perecería, también débil, no mucho más tarde. La barbarie esperaba a Alemania a la vuelta de la esquina, dispuesta a apearse de un tren en la estación de Postdam, convertida, como escribió Roth, en “la sala de espera de la eternidad”. En la misma sala podría haber aguardado Casandra unos miles de años, desde que empezó a anunciar a sus compatriotas la destrucción de Troya. La literatura ha indagado a menudo en la vida de esta sacerdotisa de Apolo, hija de Hécuba y Príamo, que recibió el don de la adivinación a cambio de la promesa de un encuentro carnal con el dios, al que después ella rechazó, recibiendo de aquél la maldición de que sus profecías no fueran creídas por ningún mortal. Triste, desesperada suerte la de saberse en posesión de la verdad y a la vez hallarse impedido de comunicarla, suerte trágica que conduce a la extremada soledad del que carece en el mundo de oídos para la propia voz. Desde la caída de Troya Casandra ha avisado puntualmente de todas nuestras desgracias, que habrían podido evitarse, a condición de que hubiéramos transgredido la maldición divina. En lugar de eso, ha sido corriente que la familia humana, como hizo la de Casandra, remitiera a ésta a ese limbo de la memoria en el que habitan los locos. Y también Roth, que había nacido cuando acababa el siglo XIX en un rincón oriental de Europa del que procedieron algunos de los creadores que animaron la vida intelectual y artística de entreguerras, debió vivir en ese otro limbo de los locos que es el exilio, el cual lo llevó a él siempre a Occidente, primero a Berlín (pasando por Viena) y luego, cuando allí todo era imposible, a París. “La Europa espiritual se rinde”, escribió a finales de 1933 en la capital francesa, unos meses después de que la toma del poder por los nacional-socialistas fuera celebrada en la Bebelplatz berlinesa, a pocos metros del gran edificio de la Ópera, con una festiva quema de libros (entre ellos los del propio Roth), primera Brandnacht a la que pronto sucederían otras por todo el Reich. “Europa se rinde por debilidad, por pereza, por indiferencia, por inconsciencia (será tarea del futuro precisar las razones de esta rendición vergonzosa).” Cabría preguntarse, tanto tiempo después, si Europa ha hecho el examen de conciencia reclamado por Roth. Más bien, parece que del general tono de abulia de la posguerra y de la subsiguiente y actual posmodernidad sólo se han elevado voces aisladas que han corrido también la suerte de Casandra. De las obras que recrearon el mito de la adivinadora incomprendida, y que trataron de devolver a la vida a aquella Europa espiritual rendida, la más sobresaliente es sin duda Casandra, novela escrita por Christa Wolf en 1983. La profetisa se encuentra aquí próxima a su muerte, en el trance de pesar sus propias culpas y de reflexionar acerca del mundo de sordos en el que ha vivido. Autora del Este, Wolf se había convertido en un personaje incómodo para las autoridades culturales de la RDA. Su palabra criticaba la falta de libertad en la Alemania soviética, la burocratización, el falso discurso triunfalista que enmascaraba burdamente la realidad de un país empobrecido y sin horizonte; advertía del descrédito de la utopía socialista y de su cercano hundimiento, así como de la americanización generalizada que seguiría. Pero, como a Casandra, no se la escuchó. Tampoco se escucharon sus protestas acerca de los peligros de la industria y los daños irreparables que ocasionaba. Poco después se produciría el accidente nuclear de Chernobyl, que para muchos de los que habitaban la región sigue siendo todavía hoy más que un recuerdo y al que Christa Wolf dedicó un libro. No había sido generosa la música con Casandra (si exceptuamos al personaje berliozano de Les Troyens y la ópera de Vittorio Gnecchi escrita en 1904 y que le valió un affaire legal con Strauss). Algo, sin embargo, tiene que decirnos todavía el personaje, a juzgar por el interés despertado hace unos años con motivo del estreno del monodrama en francés Cassandre, obra del suizo Michael Jarrell sobre textos de la novela de Wolf. Se trata de una pieza escrita para intérprete femenina, conjunto instrumental y electrónica. Jarrell la compuso durante una estancia en el IRCAM, y se estrenó en el Théâtre du Châtelet en febrero de 1994, siendo interpretada entonces por Marthe Keller y el Ensemble Intercontemporain dirigido por David Robertson. Dos años después se estrenó la versión alemana, y en 2006 se dio a conocer la inglesa. La obra fue presentada en España en el Auditorio Nacional madrileño en la primavera de 2004, como parte de un vasto ciclo dedicado a la cultura suiza contemporánea, y el papel de la adivinadora fue encarnado por la actriz-cantante Astrid Bas. Entretanto la carrera de Jarrell (nacido en Ginebra en 1958) sigue en alza, y el año pasado se estrenó su ópera Galiléi, basada en una obra de Bertolt Brecht. Habría que prestar oídos a esta música para que ella, y la palabra que la sustenta, no sean en vano. Joseph Roth y Christa Wolf, que no se escondieron, vivieron cada uno su tiempo en primera persona, buscando la manera de hacer oír su voz a pesar de todo, pues sabían de qué hablaban y conocían la insensibilidad del mundo ante sus propias desdichas. ¿De qué advierte ahora Casandra? ¿Estamos, esta vez, dispuestos a escucharla?
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