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MAGNÍFICO
CHÉNIER
(PERO DE WOZZECK, NI RASTRO)
Por
Fernando López Vargas-Machuca. Lee su curriculum.
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 3 de noviembre. U.
Giordano: Andrea Chénier. F.
Armiliato, G. Casolla, G. Sulvarán, M. Casas, V. Cortez, F. Bou, A.
Ódena, A. Echevarría, R. de Andrés, A. Rodríguez, A. Puente, M.
Moncloa, M. López Galindo, H. Monreal. Coro de la A. A. del Teatro de
la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. R. Palumbo
director musical. G. C. del Monaco, director escénico.
Producción de la Ópera de Niza.
Antes
de empezar a deshacernos en elogios, hemos de dejar una pregunta en el
aire. O mejor varias. ¿Por qué se programa un título menor -aunque
hermoso, qué duda cabe- como Andrea Chénier, en un teatro
saturado de ópera italiana “de repertorio” en el que no hay
cabida para el mundo barroco y aún está por escuchar la inmensa
mayoría de las grandes creaciones del que ya es el siglo pasado? ¿Es
esta la mejor manera de desarrollar los gustos musicales y de elevar
el número de aficionados dispuestos a pagarse una entrada, ofrecer más
de lo mismo? ¿Puede un teatro público permitirse el lujo de
programar pensando primordialmente en la ocupación de las butacas? ¿Estará
la programación del Maestranza a la altura de lo que debería ser un
teatro moderno cuando en el 2004 el Real haya desarrollado la línea
progresista de Emilio Sagi y abra sus puertas el prometedor Palau de
Valencia?
Dejamos
las respuestas en manos del lector y pasemos a lo inmediato: este Andrea
Chénier, con sus altibajos, ha resultado extraordinario. Y ha
sido así por partir de un planteamiento muy diferente al del mediocre
Trovatore que abrió la temporada, a saber, darle importancia
no tanto al lucimiento de determinados cantantes como al resultado
global, y por ende conceder la relevancia que se merecen a las
direcciones musical y escénica. Y eso a pesar de que nos encontramos
ante una ópera de tenor -con cuatro arias, nada menos- y de que
Giordano sacrificó hasta cierto punto el equilibrio dramático al
despliegue de heroicidades por parte de las voces; de ahí quizá,
precisamente, la relativa debilidad de su creación.
Ha
sido una gran baza contar con Fabio
Armiliato -que triunfa por igual en el Met, en el Covent Garden y
en Viena- para el rol titular. El tenor genovés es joven y apuesto,
lo que no deja de tener su importancia, pero ante todo cuenta con un
instrumento apropiado para el personaje -esto no es muy frecuente- y
lo maneja con seguridad, conocimiento estilístico y extraordinaria
musicalidad. Aunque comenzó quizá en exceso prudente y algo problemático
-Un
dì all’azzurro spazio-
desde el segundo acto superó con holgura los terribles escollos del
papel y se mostró como un Cheniér no perfecto (¿lo ha habido alguna
vez?), pero sí sensacional. Su triunfo, ante un público
enfervorizado, fue rotundo.
Parecida
acogida tuvo Giovanna Casolla en el papel de Maddalena, si bien no nos
pareció tan admirable como su partenaire. Cuestión de gustos:
reconozco que nunca me ha entusiasmado el abundante metal de su por
otra parte poderosa y penetrante voz. Sea como fuere, cumplió durante
los dos primeros actos (poco trascendentales para su personaje), hizo
estupendamente La
mamma morta
y
alcanzó altas cotas de intensidad dramática en el dúo final, quizá
uno de los más acongojantes momentos operísticos que se han vivido
en la aún corta trayectoria del Maestranza.
Cumplió
sin más Genaro Sulvarán, uno de esos cantantes que impresionan por
su instrumento pero que a la hora de plegarse a sutilezas dejan que
desear. Discreta sin más la Bersi de Mireia Casas. Entre el amplísimo
elenco de comprimarios, sólido y de buen nivel, hemos de destacar al
joven y muy prometedor Felipe Bou en el papel de Roucher. Por lo que a
la doble actuación de la veterana Viroica Cortez respecta, sobre el
papel todo un lujo, dejó muy al descubierto su inevitable deterioro
vocal encarnando a la Condesa, pero emocionó profundamente -es su
punto fuerte, como el año pasado demostrara en La Médium- en
el rol de la vieja Madelon. En su línea habitual el coro, flojo en el
primer acto y bastante mejor en los restantes, por lo demás muy
comprometedores. Todos ellos estuvieron bien conducidos por Fabio
Armiliato, quien realizó una labor que hubiéramos calificado de
estupenda si no fuera porque en diversas ocasiones cometió el error,
ay, de tapar las voces.
Desconcertante,
como poco, la dirección escénica. La original, arriesgada y personalísima
propuesta de Gian Carlo del Monaco para Los cuentos de Hoffman
de la anterior temporada resultó determinante a la hora de convertir
aquellas funciones en lo mejor que se había visto en el Maestranza en
el terreno operístico. Aquí las cosas no funcionaron tan
extraordinariamente bien, quizá porque el en todos los sentidos fantástico
título de Offenbach sí permite una dosis de creatividad que la más
pedestre creación de Giordano no termina, por su naturaleza, de
aceptar. El equilibrio entre lo “tradicional” y lo “moderno”
no estuvo aquí siempre conseguido. Sea como fuere, la suya fue una más
que notable labor, siempre inteligente, interesantísima por el tono
reflexivo, siniestro y hasta asfixiante que inyectó al drama,
contando con una iluminación sencillamente genial de Wolfgan Zoubek.
¡Qué belleza la del cuarto acto!
Un
gran triunfo para el Maestranza, que sin duda ha retomado el mejor
camino a la hora de plantear sus producciones operísticas. Quizá no
tanto, como sugeríamos arriba, en lo que respecta a la elección de
repertorio. Ha sido este un gran Chénier, pero hubiera sido a
todas luces más fructífero para todos poder decir que ha sido un
gran Wozzeck. Ya va siendo hora de que este personaje -y muchos
otros: Julio César, Jenufa, El Gran Macabro-
aparezca por aquí. Recordémoslo: dentro de dos años Sevilla ha de
estar en cabeza... o en la cola. La elección hay que tomarla ya
mismo.
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