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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA: Por
José Ramón Martín Largo.
Lee su curriculum. Tras
el éxito del Libro de las canciones Heine volvió a la prosa de
los Cuadros de viaje, cuyos volúmenes tercero y cuarto, de nuevo
en la editorial de Campe, se publicaron entre 1829 y 1831. Pero en
Alemania, pese a que era un autor ya plenamente reconocido, el porvenir de
Heine resultaba incierto: sus últimos libros tropezaron con la censura, y
el cuarto volúmen de sus Cuadros de viaje había sido prohibido
por las autoridades prusianas. Mientras tanto, la revolución de julio de
1830 representaba para Heine un fuerte estímulo, que en su caso se añadía
a la atracción que desde siempre sentía por Francia. En busca de mejores
aires para sí mismo y para su obra, Heine marcha al exilio. La
experiencia del exilio iba a ser para Heine semejante a la de muchos
otros: unos primeros años de deslumbramiento hacia el mundo artístico
parisino en los que aún esperaba que las ideas revolucionarias se
extenderían a Alemania; luego, un deseo
creciente de volver a su origen, frustrado por la comprobación de que
Alemania se resistía a todo cambio. En suma, Heine iba a permanecer en
París veinticinco años; allí trabó relación con escritores como
Victor Hugo y Balzac, y con músicos como Berlioz y Bellini, pero también
realizó un importante papel de mediador entre culturas, dando a conocer
en Francia la filosofía de Hegel y divulgando en Alemania, por medio de
sus colaboraciones en la prensa, los debates políticos franceses. Más
tarde retornaría a su actividad poética, que en los años cuarenta
adquiriría un carácter satírico, pero antes, entre 1833 y 1840,
aparecerían sus tres únicos intentos de ficción en prosa: De las
memorias del señor Schnabelewopski, Noches florentinas y El
rabino de Bacherach. En
cierto sentido, estos relatos pueden considerarse una continuación por
otros medios de la prosa episódica, fragmentaria, en ocasiones paródica
(llena de digresiones y pasajes oníricos) de esa mezcla de autobiografía,
ensayo y ficción que constituyen los Cuadros de viaje, obra que
con razón fue juzgada por un crítico contemporáneo como la “revolución
de julio” de la literatura alemana. Al menos en los dos primeros
relatos, el del noble polaco Schnabelewopski y sus andanzas por Europa, y
en los episodios que componen las Noches florentinas, las
experiencias de índole personal abundan lo bastante como para que puedan
ser considerados como autobiográficos, a pesar de que la voz de Heine se
oculte aquí, como haría en el futuro, tras una máscara. A este
respecto, es paradigmático Maximilian, el protagonista y narrador de las Noches
florentinas. Sobre
este personaje ha recaido un encargo: el de entretener con el relato de
historias fantásticas, al estilo del Decamerón, a la enferma y
postrada María, a la que al parecer le unen unas no bien definidas
relaciones amorosas. Pero los relatos de Maximilian, aunque de carácter
sensual, no se parecen en nada a las gozosas narraciones de Boccaccio, y más
bien pertenecen a un romanticismo negro y tenebroso cargado de un
sentimentalismo enfermizo. En la primera de sus narraciones, Maximilian
evoca su amor hacia una estatua de Venus; en la segunda, la amada resulta
ser una bailarina que fue dada a luz en la tumba. En medio se intercala el
relato de otros amoríos del narrador: hacia otra estatua (ésta de Miguel
Ángel); hacia la Virgen de un cuadro; hacia una nueva estatua, esta vez
de una ninfa griega; y, por último, hacia el retrato de una mujer muerta
siete años antes. Amores todos ellos gratos para Maximilian, en comparación
con los de las mujeres reales, que, según afirma, “saben una forma de
hacernos felices, y treinta mil de hacernos desgraciados”. En la
transición entre la primera y la segunda noche, sin embargo, Maximilian
parece conceder una posibilidad a la humanización de la mujer, la
cual se produciría mediante la música, lo que da pie a Heine a evocar
algunos recuerdos de sus músicos favoritos en aquella época, es decir:
Rossini, Bellini y Paganini. Maximilian,
que ha ido esa tarde a la Ópera (adonde, según confiesa, suele ir más
para ver que para escuchar), describe a María los rostros de las mujeres
italianas, que, bajo la influencia de la música, expresan “con
sobrecogedora verdad el espíritu que las habita y sus escalofriantes y
mudos secretos”. Por lo demás, la música no afecta sólo a los
corazones femeninos, ya que a juicio del narrador ésta es el alma y el
tema nacional de Italia, una música que se ha hecho pueblo, a diferencia
de lo que ocurre en el norte de Europa, donde “la música se ha hecho
hombre y se llama Mozart o Meyerbeer”, con independencia de que lo mejor
de esta música del norte, otra vez según
la opinión del narrador, provenga también del aliento italiano. Esto último,
que es cosa sabida al respecto de las óperas del salzburgués, en
especial las de la trilogía con libreto de Da Ponte, no lo es tanto, quizá,
en lo que se refiere a Meyerbeer, que en efecto vivió en Italia casi diez
años (entre 1816 y 1825), período en el que que dio a conocer óperas
como Il Crociato in Egitto, que se estrenó en Venecia en
1824. Como se ve, Heine, que fue de los primeros en incorporar a su obra
temas de su más estricta contemporaneidad, fusionando la pura creación
literaria con el reporterismo, aquí no hace sino mostar un panorama
bastante fiel de la realidad musical de las primeras décadas del siglo
XIX. Pero
en el terreno de la composición los mayores exponentes de esa facultad
para dirigirse al corazón del oyente no son otros que Rossini y Bellini,
representantes ambos del genio tal como éste era concebido por la
sociedad romántica. Para Maximilian, que aquí se limita a transmitir las
ideas de Heine, la suprema expresión de ese genio sería Rossini, que
tuvo el acierto de abandonar la composición una vez había cumplido “su
misión” (Rossini escribió su última obra para la escena francesa, Guillaume
Tell, en 1829, ocho años antes de la publicación del relato de
Heine). Por su parte, la temprana muerte de Bellini, sólo dos años
antes, en 1835, encajaba en la imagen ideal del genio romántico. El autor
de Norma aparece en la narración de Maximilian como un joven
saludable, apocado y supersticioso: “un suspiro en escarpines” cuyo éxito
con las mujeres no se contradecía con su torpeza en sociedad, causada al
parecer por su mal dominio de la lengua francesa. Pero
el colmo del romanticismo, a juicio de Maximilian-Heine, no sólo por su música,
sino también por su vida, o al menos por lo que se contaba de él, era
Paganini, de cuya falsa muerte se informó en los periódicos en los
mismos días de la verdadera de Bellini. En comparación con las
existencias sin misterios de éste, asiduo visitante de los salones
parisinos, y de Rossini, dedicado en su retiro dorado a los paseos y a la
gastronomía, el violinista aparece como un ser aureolado por la leyenda,
un personaje fantástico de quien no se cuenta nada que no sea
inquietante, una especie de precursor de Nosferatu que “si no la
sangre del corazón, quiere al menos sacarnos el dinero de los
bolsillos”. De Paganini, en efecto, se decía que había ido a parar a
galeras tras asesinar a una amante infiel, cautiverio del que se libró
por medio de un pacto con el diablo, el cual había adoptado la forma de
un escritor de comedias que le acompañaba a todas partes y que le
transmitía sus infernales poderes cuando salía al escenario. Heine se
encontró con él, y con su diabólico acompañante, en Hamburgo, y, si
nos atenemos a la descripción que Heine hace del concierto que ofreció
esa noche, cabe imaginar cuál sería el efecto que su persona y su
dominio del violín ejercían sobre el público de su tiempo. Para
Heine, pues, la superioridad del arte musical residía en el hecho de que
aunaba la sensualidad italiana a su facultad para dirigirse al espíritu,
con lo que, junto a la poesía, venía a ser el remedio a ese
“desgarro” que aquejaba al mundo: el de la separación entre materia e
ideal. Por ser la música italiana la que predominaba en Europa, y muy
especialmente en París, cuyos ambientes musicales fueron frecuentados por
Heine en la misma medida que los literarios, resultaba que el París de
las transformaciones revolucionarias en lo político, y a la vez
musicalmente italianizado, se constituía en el complemento del
pensamiento idealista alemán, conformando así una visión del mundo que
debía servir de inspiración a una futura (y nunca vista por Heine)
revolución alemana.
Nota:
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