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Número 39º - Abril 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
D’ANNUNZIO

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.

 
Gabriele D'nnunzio

No debió tener sentido la existencia para Gaetano Rapagnetta, nacido en Pescara, hijo de Francesco Paolo y Luisa, distinguido estudiante del Colegio Cigognini di Prato, el cual, aún adolescente, publicó algunos versos a expensas de su padre, hasta que tal existencia se convirtió en un personaje llamado Gabriele D'Annunzio, después simplemente en D'Annunzio y después, todavía, en leyenda. Este personaje, que juzgaba más conveniente haber nacido en pleno Mar Adriático, a bordo de un bergantín románticamente llamado Irene, que iba a seducir a las mujeres más bellas de Europa, a escribir los versos más apropiados para las azucaradas romanzas de Tosti, que durante la Gran Guerra iba a conquistar, casi él solo, una ciudad croata (en la que gobernaría durante un año y medio), que sería íntimo amigo de Mussolini, que inspiraría varias óperas, y sobre el que caería la condena del Vaticano, iba a ser el creador y máximo practicante de lo d’annunziano y sobre todo inventor de sí mismo.

Su exaltada vida perteneció al género de las de un Byron o un Napoleón, si bien es cierto, como escribió Hofmannsthal, que lo sublime a veces se acerca demasiado a lo ridículo. En cuanto a sus obras, hace tiempo, y ya ocurrió en vida del propio D’Annunzio, que no es posible ver mucho en su interior, tan asfixiado está el contenido de las mismas por la pompa, la exageración y la grandilocuencia de su exterior. El mundo de D’Annunzio es uno sofisticado y cargado de símbolos, como corresponde a un autor formado en camarillas, tales como la del “Capitán Fracassa” o la de la “Crónica Bizantina”, a las que sólo tenía acceso la aristocracia ociosa del fin de siècle. Y sin embargo D’Annunzio ocupó un lugar no desdeñable en la literatura de su época, contribuyendo con sus obras para el teatro a engrandecer, junto a la suya propia, la leyenda de Eleonora Duse y Sara Bernhardt, y llegando a fascinar a autores cuyas obras han resistido mejor que las suyas el paso del tiempo, como el mismo Hofmannsthal, o a compositores que durante décadas han seguido cultivando lo d’annunziano, extendiendo hasta los teatros de ópera el influjo de este gran seductor.

Había empezado su carrera a los diecinueve años con el Canto Nuovo (1882), libro de poemas que le dio gran renombre. Pero fue al año siguiente cuando se convirtió en el centro de una fuerte controversia a propósito de la supuesta inmoralidad de L'Intermezzo di Rime, controversia en la que participaron los más notables hombres de letras italianos y en la que, en esencia, se enfrentaron las dos corrientes literarias predominantes en la Europa de la época: una, de carácter más bien naturalista e intención edificante y otra, decadentista, que aceptaba como único principio “la belleza”, elevada a la categoría de ideario político y hasta de religión. D’Annunzio cultivaría esta religión en todas sus formas: en la lírica, en la prosa, en el teatro, en el ensayo y, sobre todo, en su propia vida.

Lo d’annunziano se convirtió muy pronto en casi una mitología en la que se amalgamaban, junto al culto a la belleza y a la buena vida, y entre otras cosas, la voluptuosidad, la fe incondicional en algunas ideas de Nietzsche (en especial la del superhombre) y la glorificación de Venecia como centro de peregrinaje para los estetas de toda Europa. La pintora Tamara de Lempicka, una de las amantes de D’Annunzio, que trasladó a sus obras la elegante decadencia de ese mundo, se refirió a sí misma con unas palabras que ilustran el aristocraticismo d’annunziano: “Vivo mi vida al margen de la sociedad, y las reglas de la clase media no son válidas para los marginados”.  

Casado con la duquesa de Gallese (de la que pronto se divorciaría), D’Annunzio publicó su primera novela, Il piacere, en 1889. A ésta seguirían Giovanni Episcopo (1892), L'innocente (1894), y, bajo la influencia de Nietzsche, el mismo año, Il trionfo della morte y, al siguiente, Le Vergini delle rocce. D’Annunzio, que había iniciado en esos años su relación con Eleonora Duse, de la que daría cuenta de una manera no muy cortés en su siguiente novela, Il fuoco (1900), era ya para entonces el escritor más famoso e imitado, y desde luego el único cuya obra era tan conocida como su alcoba. Por ella pasaron, además de las citadas, la entonces célebre pianista Luisa Baccara y su hermana, la violinista Jolanda (a resultas de una trifulca entre los tres el escritor cayó por una ventana), y Emilie Mazoyer o Aelis, que dejó constancia de las excepcionales dotes sexuales de su amante en un diario que sería publicado más tarde.

Nada de lo anterior impedía que la actividad literaria de D’Annunzio avanzara de manera frenética. En su villa La Capponcina de Settignano escribió sucesivamente los tres primeros volúmenes de sus Laudi (1903): Maya, Elettra y Alcyone, además de las tragedias Francesca da Rimini (1902), La figlia di Jorio (1904), La nave (1908) y Fedra (1909). En esos años, la popularidad de D’Annunzio se extendería a Francia, adonde se exilió tras arruinarse y ser denunciado por sus acreedores. En París añadiría un cuarto libro a las Laudi: Merope (1912), y escribiría, en francés, Le martyre de Saint Sébastien, obra teatral en verso que fue estrenada en 1911, en el Châtelet, con música de Debussy. A partir de aquí, la presencia de obras de D’Annunzio en los teatros de ópera sería frecuente.

Los asuntos d’annunzianos iban a inscribirse en los intentos de renovación de la ópera italiana, primero con el verismo y después con la superación de éste. El turinés Alberto Franchetti llevaba ya algunos años ensayando, en el seno de la “Giovane Scuola”, una fusión entre el lirismo que inspiraría a Puccini y la orquesta de Wagner, lo que le había valido el título de “Meyerbeer italiano”. Autor de las óperas Cristoforo Colombo (1892) y Germania (1902), ésta última estrenada por Enrico Caruso bajo la dirección de Arturo Toscanini, se decidió a poner en música la d’annunziana La figlia di Jorio, que se estrenó en la Scala en 1906. Siete años más tarde, y tras el éxito obtenido con Isabeau, Pietro Mascagni encargó a D’Annunzio el libreto de Parisina, que también se estrenaría en la Scala. Al año siguiente el Teatro Regio de Turín pondría en escena Francesca da Rimini, con libreto de Tito Ricordi sobre la obra homónima de D’Annunzio y con música de Riccardo Zandonai, única ópera d’annunziana que todavía hoy puede verse representada en los teatros italianos y que es considerada la obra maestra de este alumno de Mascagni. En 1915 Ildebrando Pizzetti estrenó Fedra, que puso al teatro lírico italiano en una dirección que se alejaba del verismo. De nuevo una pieza de D’Annunzio subiría a un escenario de ópera en 1918. Se trata de La nave, composición de Italo Montemezzi, quien es más recordado por L’amore dei tre re, que alcanzó gran éxito en el Metropolitan de Nueva York. Por último, La figlia di Jorio volvería a subir a los escenarios más de quince años después de la muerte de D’Annunzio, esta vez con música de Pizzetti (1954).

Los temas de estas obras, como casi toda la producción d’annunziana, oscilan entre el primitivismo de los pastores de los Abruzzos, con sus costumbres paganas y su afición a la hechicería, y las exaltadas pasiones e intrigas de los héroes aristocráticos, todo ello en un marco inquietante en el que se mezclan el ocultismo y cierto cristianismo sensual y refinado (como ocurría ya en Le martyre de Saint Sébastien). Más tarde, Respighi, Casella y Malipiero también pondrían música a textos de D’Annunzio.

Ya en sus últimos años, después de que su influencia política empujara a Italia a tomar parte en la Gran Guerra, en la que él mismo realizó algunas acciones heroicas, y de que conquistara y gobernara la plaza de Fiume (hoy Rijeka), D’Annunzio vivió aislado y sometido a una especie de arresto domiciliario en su retiro del Vittoriale degli Italiani, en Gardone, donde moriría en 1938, no sin antes haber impulsado iniciativas como la edición de Classici della musica italiana. Como escribió Alfredo Orzini, junto a una parte vacía y muerta, la obra d’annunziana llega a mostrarse como poesía cuando deja fluir “su facilidad verbal, y, convencido de que el describir, el colorear y el modular musicalmente el período constituye en sí un arte, y un arte soberano, se deja vencer por el sonido puro y la armonía de las palabras”. D’Annunzio fue la máxima expresión de toda una época que celebraba el misticismo, el erotismo, el individualismo orgulloso y aristocrático, la sed de goces y de poder, y el desdén por los juicios de la moral cristiana. “Todo esto, que para los filósofos no era sino simple teoría, fue, en cambio, para el poeta ley práctica de su arte y de su vida: verdad vivida día a día, gozando, conquistando y combatiendo".