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DE LA MÚSICA PARA ÓRGANO Por Modest
Moreno i Morera. Lee su
curriculum.
Comentar ciertos aspectos musicales relacionados con la interpretación al órgano, tras las inquietudes de algunos estudiantes de órgano y organistas es para mí un incentivo.
No es nada fácil cuestionarse los “tempi”, las registraciones, la alternancia de teclados, en las obras para órgano, puesto que las indicaciones por lo general son escasas en el repertorio renacentista, barroco y clásico. Cuando se me consulta acerca de la registración de una obra, lo más fácil sería responder que con un flautado y una octava todo funciona; pero apunto que una misma obra tocada con un juego de violón de 13 (bordón 8’), sólo o mezclado con un tapadillo, exige un fraseo completamente distinto que el que se adoptará con una flauta o con un flautado. Y ahí nos damos cuenta que cada juego y cada nota tiene su propia respuesta sonora. Cada uno de los juegos del órgano, ubicados en el medio que el organero les ha asignado, forma parte de un “ambiente”. Un violón de madera tiene una respuesta muy distinta a uno de metal. Su ataque está decididamente favoreciendo a su sonido estacionario y la expresión de dicha nota viene marcada por el ataque. Si un organista escucha el ataque de cada juego, no puede hacer más que variar el tempo que ha provocado el ataque, ya que la consecuencia es la formación del sonido en el tubo. La suma de “colores” al fundamento obliga un crescendo natural de la música que, por supuesto, mucho tendrá que ver con el alma del intérprete; ocurre lo mismo con un diminuendo. Tanto el uno como el otro causan una variación del tempo, al tratarse de líneas ascendentes o descendentes cargadas de fuerza interior. Adviértase que aquí no me refiero a la expresión del órgano romántico, instrumento provisto de celosías que, a voluntad del organista, se abren y cierran por medio del pedal de “Expresión”. Es otra clase de expresión a la que me aplico —más humana y musical me atrevo a decir―, sin mecanismos que pueden interferir en la voluntad del músico. Será en César Franck, por poner un ejemplo, cuando un intérprete tendrá que sujetarse a la partitura, tanto por la selección de los juegos, como en lo tocante a la interpretación de los reguladores y demás indicaciones de matiz. Ante consultas acerca de la registración de una obra, respondo: Usted, ¿de qué manera la siente, la vive, la canta? Pues con arreglo a su visión personal, encontrará el “color” que mejor le traduzca. Y es que lejos de dar evasivas, sabemos que toda teoría está sujeta a los medios y a la visión personal. En resumen, pues, un tiento lleno, de falsas, partido o de batalla, una sonata a trío, un preludio y fuga, una fantasía, una tocata, etc., pueden sonar de muchas y variadas maneras. Papel específico es también el de los imponderables; uno de ellos, quizá el más importante, es la acústica de las iglesias, puesto que la mayoría de los órganos se hallan en iglesias, y las iglesias (dicho sea de paso) jamás han estado construidas con arreglo a la acústica. Otro imponderable es saber que el resultando sonoro del órgano está sujeto a su tracción (mecánica, neumática o eléctrica). Algunos órganos de nueva planta pueden contener juegos de tracción eléctrica o neumática, frente a otros de tracción mecánica, originando respuestas distintas. Los juegos agrupados por familias, con arreglo a sus características, están inversamente ubicados en establecidos planos sonoros. Será cuestión de la elección de los juegos, por parte del organista, que tal y tal obra sonará de una forma u otra, puesto que la registración no es una proposición inmutable; mientras que una “funcionará” en un órgano, en otro no. La instrumentación organística del repertorio del Renacimiento, del Barroco y del Clasicismo normalmente no está indicada en las partituras. En cuanto a la dinámica se refiere, hay que tener en cuenta las voces de la obra. Retardar o aligerar alguna en un momento dado, favorece la expresión y la claridad polifónica. Estoy pensando en los tientos de Pere Alberch i Vila, escritos a la manera renacentista llana, con poco ornamento y escasa glosa, y en los de Antonio de Cabezón, tanto los que presentan una escritura polifónica llana, como los que ofrecen un estilo más ornamentado, más próximo al Manierismo. Haciendo un paso más nos acercamos a la ingente producción del hispalense Francisco Correa de Arauxo, en cuyos tientos la glosa forma parte del texto musical, hasta aquel momento instintiva y natural por parte del intérprete. Ejecutar una cadena de semicorcheas de un tiento partido “a tempo”, puede resultar insulso y aburrido por más que el timbre del corneta para la mano derecha, o de una lengüeta para la izquierda, aporten la belleza congénita de su aquiescencia. Las digitaciones antiguas no están pensadas para tocar escalas sino para ejecutar secuencias, puesto que un fragmento musical, ascendente o descendente, tocado con las digitaciones de la práctica de hoy, dan como resultado un fraseo completamente distinto al que se obtiene con la digitación, 3,4,3,4 (mano derecha ascendente) y 3,2,3,2, o 1,2,1,2 (mano derecha descendente) y 4,3,2,1 (mano izquierda ascendente) y 1,2,3,4 (mano izquierda descendente). Mientras que la digitación moderna está concebida para un movimiento extenso en pro de una frase larga, las que he señalado a guisa de ejemplo fragmentan las secuenciaciones, aportando a cada nota, o grupo de notas, un carácter propio y, a la par, se forman pequeñas cesuras que crean las respiraciones del discurso musical. Pasar un dedo largo por encima de uno corto era una práctica tan sencilla y común, como tan “simple” y artificial nos pueda parecer hoy. Con todo, no podemos sujetarnos a una única digitación; cada intérprete encontrará la que más le convenga, conforme a su sentir y con arreglo al discurso musical.
En un principio quizá también nos llama la atención el uso del rubato, ese carácter flexible, ese “vaivén” musical, habituados a estar sujetos al metrónomo, en las obras de Cabezón, Correa de Arauxo, Cabanilles, Frescobaldi, Sweelinck e incluso las de Johann Sebastián Bach, pero ciertamente que este efecto, por más que nos reprenda, nos acaba conquistando. En el órgano la dinámica no es “evidente”, como ya se ha mencionado anteriormente, si se distingue con la que hoy nos ofrece el piano o los instrumentos de cuerda y de viento. Con todo, y aunque de sobras es sabido, digámoslo una vez más, los compositores del Renacimiento y del Barroco no conocieron más instrumentos de tecla que el órgano y el clave. Por ende la dinámica del piano, así como las digitaciones propuestas para las obras escritas para este instrumento, no tendría cabida en el marco de la música antigua, de no ser por la implantación imperativa a la que hemos estado sujetados durante los años de formación en las escuelas de música y en los conservatorios del país, durante el “Plan del 66”, en el que era imprescindiblemente obligado cursar los años que constituían “el grado elemental de piano”, y que en más de un caso ―y en plan paternalista― se le aconsejaba a un futuro estudiante de órgano, o incluso ya a un estudiante de este instrumento, cursar hasta octavo. Irónicamente, pero no exento de realismo en este punto, se puede decir que Cabanilles y Bach, por citar dos músicos, fueron quienes fueron gracias a los estudios de Chopin o a las sonatas de Beethoven. Que el piano es el rey de sobras que lo sabemos, pero tanta soberanía…, Basta ya de banalidades ¿no? La música, ya deberíamos saberlo, incluye “insubordinaciones” a la precisión del pulso que agracian el discurso musical. Carl Phillip Emmanuel Bach, en el tercer capítulo de su Tratado sobre el verdadero arte de tocar instrumentos de teclado, advierte: “ciertas notas deben ser ejecutadas, sonando mas tiempo de lo que está escrito, por razones afectivas". Arrogarse el metrónomo como apoyo (conste que a mis alumnos les recomiendo estudiar tal o tal fragmento con metrónomo, pero que una vez conseguida la igualdad les aconsejo que lo olviden) o a las interpretaciones a “la germánica”, como apuntan algunos ―personalmente todavía no he descubierto qué significa una interpretación “a la germánica”― no únicamente puede ir en detrimento del espíritu del intérprete, sino que además de una imposición revela muy poca o ninguna musicalidad y una buena dosis de ignorancia. Y aquí, llegado a este asunto, me pierdo por completo. Aunque parece ser que el metrónomo fue inventado en 1696 por Loulié, el más sabido es el del mecanismo de cuerda de Maelzel (1772-1838) quién durante un tiempo fue amigo de Beethoven, y Beethoven parodia el metrónomo en su “octava”. La idea de este utensilio, o el gobierno en el que se sustenta, pertenecía a un tal Winkel. De sobras conocemos la forma piramidal tradicional del metrónomo, con su mudable garrochita en la parte frontal, y a veces con un timbrillo que puede hacerse sonar cada dos, tres o cuatro tiempos. De su uso principia la inercia de utilizar la disciplina M. M. = negra 80, que significa: Metrónomo Maelzel ajustado a razón de ochenta tiempos por minuto, cada uno de valor igual a la negra. Los defensores del Bach-germánico-metronómico no se refieren al invento de Loulié, no; se refieren al de Maelzel. Músicos, compositores e intérpretes los cuales dicen estar abiertos en este sentido, fijan su pensamiento en el valor cabal de una negra o de una corchea, sin tener en cuenta el contexto del discurso musical que puede ocasionar un sinnúmero de inflexiones, de “irregularidades”, de figuras musicales apresadas o retenidas, efectos derivados de afectos. Pero esto, lejos de creer que es un desorden, obedece a la vivencia personal de cada Músico. ¿Es que una palabra, sea cual sea, hay que pronunciarla exactamente igual cada vez en una misma conversación o discurso? ¿Acaso se ha estipulado el valor exacto de las sílabas? ¿No es cierto que al hablar ―dependerá del contexto― se enfatizan más unas palabras que otras, alargando o acelerando, incluso, algunas frases? ¿Se ignora, acaso, que la música es un Lenguaje? Y aunque cada lenguaje tiene sus leyes, a fin de cuentas un lenguaje es para ser usado, a ser posible con corrección, en pro de eso tan palmario que llamamos comunicación. Lo de “germánico”, perdón, no se referirá al genial Wilhelm Furtwängler, ¿verdad? Personaje que con no ser ejecutante de órgano, tampoco lo era del “tempo”. Y ese Maestro sí era germánico. Deberían andarse con cuidado a la hora de adjetivar “tradición metronómica-a la germánica” geográficamente y estéticamente y, sobretodo, en lo concerniente a la retórica. Aprovecho este punto para recomendar, si cabe, un manual de divulgación, o no tanto; se trata del Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria de Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, de la Editorial Ariel, S.A. Barcelona 1989. Tal vez pueda servirles de contribución a su formación permanente. Téngase en cuenta también hasta que aspecto en música con contrapunto tupido se puede mantener la flexibilidad sin perder claridad de parte, cuando todo es transformado en declaración y declamación retórica con arreglo al "buen decir”. Pongámonos en coherencia con la manera de hacer de Nikolaus Harnoncourt, de Gustav Leonhardt, de Ton Koopman, de Wolfgang Rübsam, del mencionado Wilhelm Furtwängler, de Hans Knappertsbush, o del gran maestro Sergiu Celibidache, entre otros, y nos percataremos que sería gran falsedad reprocharles su "inestabilidad rítmica", frecuentemente tan deseable. Ciertas “violaciones” de la precisión y estrictez del pulso mostrando, como fracciones fuertes del tiempo y anacrusas deben ser destacadas por dilataciones agógicas, son una exquisitez. Me da la impresión que lo que hace falta en muchas ocasiones es más humanidad. Aunque es cierto que todos habremos asistido a conciertos que, por los motivos que sean, habrán resultado “flojos”, no creo que nadie quite el mérito que supone salir ante un público y, se esté como se esté, tocar o, lo que es peor, intentar hacer Música. Ante ciertos comentarios de personas que acostumbran a tener verdaderas carencias interpretativas y que jamás se ponen a tocar ante un público, lo mejor es olvidarlos; de lo contrario pueden llegar a “emponzoñar”, en el sentido de inmovilizar, y minar la confianza en uno mismo. Estoy convencido que en el fondo no saben lo que quieren. Si se toca demasiado “a tempo”, tachan al intérprete de “notero” y de poca musicalidad. Si se es demasiado musical ―no creo que nunca se llegue a serlo suficientemente― se le critican los apresuramientos, el lanzarse sobre alguna nota, los arrebatos y los apasionamientos, o las meticulosidades, el “tempo” retenido y otras mil lindezas que el intérprete, dueño de la obra en aquel momento sublime de la interpretación, realice. A ello le añadimos todavía exigencias: que se toque “limpio”; sin fallos y sin dar notas falsas. ¿Falta o no humanidad? Frente a un pianista, un violinista, un cantante, ante un grupo de cámara, y hasta frente a una gran orquesta y un buen director, nunca encuentran nada hecho a su medida. Jamás asisten a un concierto que les parezca bueno o, como mínimo, correcto. En los discos parece que buscan los fallos: la afinación del solista, de la cuerda o del coro; lo mismo da. Pero, no lo olvidemos, solamente tienen boca para criticar. Nunca han tenido que echar mano de la interpretación, nunca han sido, ni serán, claro está, músicos de oficio. Si ante un instrumento sensible, como los mencionados y no desprovistos de evidente dinámica, se muestran como se muestran ¿qué ocurre tras un recital de clave u órgano? Mejor ni pensarlo. Y es que los teorizantes exigen: solamente entienden de exigencias. Los catedráticos de conservatorios saben de exámenes, pero si no se toca como ellos creen, si un alumno no se deja “clonar” por ellos, se le suspende o, lo que es pero, le pueden barrar el camino a fin que no consiga (en el “Plan del 66”) su título superior: Prepotencia. Conozco el caso de un organista, hoy ya reconocido internacionalmente, a quien durante varios años se le prohibió dar conciertos en los ciclos en los cuales está presente su excatedrático. La razón del veto que imperaba, era la de no haber finalizado su título superior. Pero dudo que los demás responsables de los ciclos sepan que en su momento a ese organista se le negó su derecho al examen de fin de carrera y, consiguientemente, a la obtención de su título superior. El caso es como para juzgado de primera instancia, ¿verdad? Puesto que si en un caso es prepotencia, en el otro es injusticia. Otra razón es la de negarse a ser una “fotocopia”. El pecado de omisión es el peor de todos. En casos como éste ¿se “equipara” el título superior al de concertista? Ah, ¿es qué existe el “título” de concertista? y ¿a los intérpretes se les obliga a llevar bajo el brazo su titulación? ¿Cuándo aprenderán, señores catedráticos de conservatorio, que dentro de cada alumno puede haber en potencia un gran intérprete? ¿Cuando será el día en el que ustedes dejarán ya de ser profesores y quieran, o puedan, ser maestros? Y es que “de la música para órgano, y por extensión del tempo, el pulso, el rubato, el metrónomo, la interpretación musical y la crítica”, palabras que han servido para dar título a este artículo, no se puede hablar, como seguramente de nada, en términos absolutos; y menos de lo absoluto. En el fondo no son más que reflexiones. Por si le puede interesar a alguien, me halaga finalizar este artículo con unas palabras del Maestro Sergiu Celibidache, extraídas de una entrevista (Antonio Moral: Conversación con Celibidache. ”La música no se puede definir”. Scherzo, Febrero 1987): (…) ¡Qué horror! ¡Qué mentira tan innoble! Odiosa mentira, Interpretaciones de Furtwängler ¡Dios mío! “Maestro” ―tenía yo 31 años y fui con una partitura complicada y le pregunté― “¿Cómo es? ¿Qué tempo hay aquí?” Y me contestó: “Depende de cómo suene”. No entendí nada. Ahora, estos cretinos que quieren explicar el tempo con el lenguaje: Allegro ma non troppo. Pero ¿qué quiere decir eso? Me gustaría que de toda esta conversación de hoy tomara una sola frase: El lenguaje, el pensamiento, la escritura no tiene acceso a la realidad. ¿Cuál es el papel de la melodía, del ritmo, de la armonía, en la música? Sólo son partes que se van a unir gracias a la capacidad de mi espíritu, es lo que se definiría como multiplicidad reducida, es el mundo del ser humano, lo reducimos para poder arrebatárselo al Cosmos porque si no la confrontación con el Cosmos es eterna. El Cosmos y yo. ¿Qué hago yo ahí? Definiciones. No son otra cosa que formas individuales de catalogar generalmente. ¿Qué es el lenguaje? Aparte de una serie de símbolos, también una reducción. Árbol, pero ¿qué es un árbol? Hay millones, cómo puedes juntarlos todos en uno. Si yo te digo que me definas el agua. Imposible. No hay nadie en el mundo igual a Vd. Es un uno absoluto, indivisible. No hay nada que le pueda representar. No hay un sustituto de Antonio Moral. Esta es la divinidad del ser humano. Entonces, estas categorías: aspirina para todo el mundo; ¡Cretinos! Vd. Tiene 1,80 y pesa 80 Kgs., entonces tres limones al día. ¡Dios mío! Adelante esta diversidad infinita, diversidad definida en el campo discursivo del pensamiento. Por eso, cuando hacemos música somos todos uno, vivimos la vivencia no limitada de lo mismo. (…) Por ejemplo, en la Sinfonía Incompleta de Schubert el primer tema del primer movimiento (lo canta) está concebido para una cuerda de tripa, en él hay una suavidad increíble. Si ponemos una cuerda de metal, como las que se utilizan hoy, el mismo tema será totalmente gritón. ¿Cómo se pede llegar a la sustancia del contraste? Porque el primer tema es muy introvertido, al contrario que el segundo que es más extrovertido, más abierto. De este contraste se alimentará todo el movimiento, pero eses contraste, si se intenta hacer con el instrumento de hoy, no es el mismo que animó a Schubert, aquél que él conocía, que experimentaba, aquél que ha transcendido. Cojamos un violín con cuerdas de metal y toquemos este mismo tema (cantándolo de nuevo, pero esta vez más bruscamente) ¿Cómo puede ser? Así que tampoco tenemos esta libertad, pero aquí no he hablado de trascendencia, aunque la trascendencia no se puede transmitir. ¿A quién? No veamos el nivel de la crítica, el nivel de los músicos. Trata de hablar con Bernstein, que es un hombre inteligente. No tiene ni idea, de verdad. “Yo lo veo así…” Pero ¡qué! ¡Dios mío! ¡Qué cretino! El mar ¿cómo se ve?: unos lo verán de una manera, otros de otra… Hay una verdad que es el mar y hay impresiones que esa realidad puede tocar o hacer en el mundo cognoscitivo del individuo, distintas a esa realidad. El mar es una realidad, aunque se pueda materializar de diferentes formas. Lo mismo ocurre con la música. Así que finalmente hemos de llegar a esta conclusión, substancial conclusión: no se puede definir la música. Es la verdad. (…) Cuando él me dio aquella explicación que conté antes, de primeras me quedé paralizado y pensé: qué poco intelectual es este hombre. No entendía lo que él me había dicho: “Depende de cómo suene”. “Si te suena bien, será lento…” Entonces ¿qué pasa? Que en la vivencia total, en la absoluta vivencia, no hay medidas tomadas conscientemente. No se pueden tomar decisiones como ésta: aquí lo hago más lento porqué la complejidad de la frase es muy grande. No. Tengo que oír con absoluta fidelidad lo que pasa para así apropiarme de todo y no tan sólo de una parte de las sensaciones. Fenomenología ¿para llegar a qué? Al mismo sitio. ¿Y qué me dicen después?: “Maestro, así es” y no: ¡Qué bonito! ¡Vd. es el director más grande del mundo! ¡Jamás hemos oído los Nocturnos de Debussy como Vd. los hizo! ¿Qué es todo eso? Impresiones. Pero la realidad que me asemeja a él es que Furtwängler también estuvo por encima de las impresiones sonoras.” (Antonio Moral: Conversación con Celibidache. ”La música no se puede definir”. Scherzo, Febrero 1987).
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