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LOS ESCRITORES Y LA
MÚSICA: Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.
No es costumbre que el silencio de un poeta termine por convertirse en el germen y la razón de ser de su obra; y menos aún que ese silencio llegue a transmutarse en cómplice de la causa musical, y hasta a dar frutos que casi un siglo después se mantienen como una parte indiscutible del repertorio de los grandes teatros de ópera. Hugo von Hofmannsthal vivió en una época y un lugar que fueron propicios al silencio de los poetas, un silencio que empezó a formular él mismo en 1902 y que terminó de expresar Karl Kraus poco más de treinta años más tarde, cuando el nacional-socialismo llegó al poder y el eterno polemista, que también lo fue en contra de Hofmannsthal, y durante muchos años, pronunció su tajante que no se me pregunte qué he hecho yo todo este tiempo. / Mudo me quedo. Es cierto que el silencio de uno no se correspondía con el del otro (Hofmannsthal murió antes del advenimiento del Tercer Reich), pero también lo es que, pasado el tiempo, ambos silencios no pueden dejar de parecernos vecinos, casi contiguos, hasta el punto de que el de Hofmannsthal se nos antoja ahora como una intuición premonitoria del de Kraus: los dos se encontraban justo al final de su mundo, y de su lenguaje. Hofmannsthal era ya un poeta lírico de renombre cuando, a la edad de veintiocho años, dio a conocer su fingida Carta de Lord Chandos, en la que explicaba sus razones personales para abandonar la poesía. Esta carta situaba en un plano de ficción un muy cierto y sereno análisis del poeta sobre su propia obra. En ella, el joven hidalgo de la época isabelina Lord Chandos se dirige al canciller y filósofo Francis Bacon, que era amigo de su padre y que previamente había mostrado su preocupación por el “entumecimiento mental” del joven. En la extensa carta, Chandos desvela las razones de su mutismo: en esencia, que ha perdido la relación entre el objeto y su expresión, que el mundo y las cosas, como escribió más tarde Hermann Broch, “le han vencido en cierto modo por cuanto han escapado de él”. A este respecto hay que aclarar, como en su día hizo Broch, que la poesía lírica de Hofmannsthal, aun cuando fuera escrita en edad juvenil, nunca fue propiamente juvenil, ya que desde el principio mostró ese rasgo de madurez que a muy pocos poetas les es dado alcanzar y que consiste en ocultar la propia subjetividad, en no mostrar el yo, sino más bien en confiar la totalidad de la exposición lírica al objeto, haciendo que éste se exprese por sí mismo. Se trataba, pues, de una poesía que no nacía de la vivencia personal, de la contemplación, sino de la identificación. Así, no es casual que Hofmannsthal disfrazase su reflexión en forma de carta dirigida a un filósofo cuyo pensamiento fue siempre científico y naturalista, y no a un hombre de letras. El silencio de Hofmannsthal era en suma extraliterario, y obedecía a una súbita falta de identificación con el mundo. Más tarde se ha creído ver en esta carta la descripción del inicio de un trastorno mental, idea que parece corroborar la consideración de “enfermedad” que el propio Chandos asigna a su estado psíquico en el momento en que la escribe. Por otra parte, y dicho sea de paso, algo así como un sentimiento de “enfermedad” parece lícito en quien ya publicaba libros y participaba de los círculos literarios más avanzados cuando aún sólo era un estudiante de bachillerato, y en quien podía dar por terminada su carrera poética, con la certeza de tener una obra importante a su espalda, con menos de treinta años. Por lo demás, es conocido el interés de Hofmannsthal por el psicoanálisis, y las teorías de Freud no dejarían de ocupar un lugar en su obra futura. Lo cierto, en todo caso, es que desde la publicación de la carta Hofmannsthal no volvería a escribir poesía lírica, dedicándose casi por completo al teatro y al ensayo. Hofmannsthal, descendiente de una familia de judíos asimilados, había nacido en 1874 en Viena. Como correspondía a la privilegiada posición social de su familia (su padre era funcionario imperial), estudió en el Akademisches Gymnasium de su ciudad natal, y muy pronto ingresó en los círculos literarios vieneses bajo el padrinazgo de Stefan George. En esos años, además de con George, tomó contacto con algunos de los autores que aspiraban a renovar la tradición literaria centroeuropea, entre ellos Hermann Bahr y Gerhart Hauptmann. Sin embargo, la gran revelación del mundo del arte no la recibió el joven Hofmannsthal de los autores a los que frecuentaba, sino del Burgtheater, donde actuaba la actriz Eleonora Duse. A partir de entonces, y hasta la crisis descrita en su Carta de Lord Chandos, su actividad poética sería paralela a la creación drámatica, en verso y en prosa, estrenando su primera obra, Die Frau im Fenster (La mujer en la ventana), en 1898. El encuentro entre Hofmannsthal y Richard Strauss se produjo ya en 1900, si bien no empezaría a ser fructífero hasta nueve años más tarde. Strauss, que estaba al borde de una concepción operística mucho más sinfónica que vocal, requería libretos que se prestasen al sinfonismo denso y robusto, heredero del de Wagner, que ya venía practicando en sus obras orquestales. Para el momento en que se inició su colaboración con Hofmannsthal ya había alcanzado la primera cima de su éxito con Salomé, que, con un libreto basado en el drama homónimo de Oscar Wilde, se estrenó en Dresde en 1905. Por cierto que Strauss tuvo dudas hasta el último momento acerca de la suerte de la obra, en parte a causa de su carácter escabroso (que desaconsejó su estreno en Viena o Berlín), pero también porque era consciente de que la muy nutrida plantilla orquestal podía ahogar a las voces, en especial la de la protagonista, papel que por ese motivo encarnó la soprano wagneriana Marie Wittich, que no se parecía ni vocal ni físicamente al personaje ideado por Wilde. El éxito obtenido animó a Strauss a proseguir su carrera como compositor para el teatro, carrera que debió compatibilizar desde 1908 con su cargo de director de la Ópera de Berlín. Entretanto, Hofmannsthal había empezado a llenar estos primeros años de silencio lírico con la adaptación de obras ajenas, entre ellas Mariage forcé, de Molière, y Edipo Rey y Electra, de Sófocles, la última de las cuales fue escenificada por Max Reinhardt en 1903. El reciclado Hofmannsthal despertó el interés de Strauss por lo que podía aportar al teatro y en especial a su concepción de la forma operística: una mezcla de sensualidad y simbolismo (en su caso de carácter freudiano) muy de la época, a lo que habría que añadir su gran conocimiento de los clásicos. Para la primera colaboración entre ambos la obra elegida fue la adaptación de Electra, cuyo tema no se alejaba mucho del de Salomé, y en el que el libretista, aun siendo bastante fiel al original, puso una abundante carga de ese simbolismo freudiano que enseguida sería calificado de obsceno y pervertido por sus contemporáneos. Por lo demás, Elektra (1909), que iba a ser la ópera más “progresiva” de Strauss, y que anticipaba algunos de los hallazgos futuros de Schoenberg y Berg, suponía un cambio importante con respecto a Salomé: la música, soporte de las pasiones e histerias de sus personajes, adquirió un expresionismo en el que cabía la politonalidad y en el que se llegaba a anunciar el atonalismo, todo ello al servicio de una fuerte intensidad dramática. No obstante, la línea emprendida por Strauss volvería a experimentar un brusco giro sólo dos años más tarde. 1911 iba a ser el año de Der Rosenkavalier (El caballero de la rosa).
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