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LOS ESCRITORES Y LA
MÚSICA: Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.
Cuando, en 1879, el editor Giulio Ricordi sugirió a Verdi la idea de escribir una ópera sobre el Otelo de Shakespeare el compositor tenía sesenta y cinco años, de los que había pasado los últimos ocho en su retiro de Sant’Agata, guardando un escrupuloso silencio operístico. Desde su última ópera, Aida, que se estrenó en El Cairo en 1871, y que con respecto a óperas anteriores había supuesto un retroceso formal a los viejos cánones de la grand-opéra, Verdi solamente había compuesto su cuarteto en mi menor y su Messa da requiem. No era la primera vez que el maestro de Busetto se enfrentaba a la adaptación de una obra shakesperiana. Ya en 1847 el Teatro alla Pergola de Florencia había estrenado Macbeth, con libreto de Francesco Maria Piave, obra que sufrió abundantes modificaciones para sus estrenos en San Petersburgo (1855) y París (1865). Aunque el libreto de Piave resultaba más bien un lastre para la partitura, y pese a la irregularidad de ésta, la obra significó en su momento un gran impulso para el arte verdiano, particularmente en lo que se refiere a la orquestación, como quedaría de manifiesto en las óperas que la sucedieron. Precisamente, tras su largo retiro, el retorno a Shakespeare mostraba la voluntad de Verdi de dar un nuevo giro a su producción para la escena. Por consejo de Ricordi, el compositor aceptó que la redacción del libreto de Otello fuera encargada a Boito, a quien se consideraba por entonces el escritor italiano que mejor conocía la obra shakesperiana. En principio, la asociación artística entre Boito y Verdi no se presentaba fácil. El escritor, tiempo atrás, había acusado a Verdi de “haber ensuciado con sus obras el altar del arte”. Pero desde entonces el radicalismo juvenil de Boito se había moderado, y había llegado a convertirse, si no en un adorador, sí al menos en un aficionado a la ópera verdiana. Además, en 1862 un texto suyo había servido a Verdi para componer su Inno delle Nazioni, para coro y orquesta, que se interpretó por primera vez en el Her Majesty’s Theatre de Londres. Boito, que era por entonces un superviviente a los males que dieron buena cuenta de la “Scapligliatura” (la sífilis, el alcohol, la tuberculosis y el suicidio) proseguía entretanto con su actividad literaria y con la lenta composición de su segunda ópera, Nerone. Fruto de la primera iba a ser una nueva ópera: Ero e Leandro (1879), de Giovanni Bottesini, más recordado hoy como virtuoso del contrabajo y por las obras que escribió para su instrumento (en 1896 el mismo libreto de Boito sería puesto en música por Luigi Mancinelli). Boito y Verdi empezaron su trabajo en común en 1881, si bien no con Otello, sino con Simon Boccanegra, ópera basada en un drama de Antonio García Gutiérrez que se había estrenado en La Fenice de Venecia en el ya lejano 1857, y cuyo libreto, aunque apareció firmado por Piave (quien se limitó a ponerlo en verso), era en realidad obra del propio Verdi. Se suele considerar esta ópera, junto a Les vèpres siciliennes, como un testimonio de la voluntad de renovación formal del compositor en aquella década. En todo caso, el libreto era sumamente flojo, y Verdi, que hasta entonces había permanecido al margen de las enconadas disputas que se desarrollaban en torno a la ópera italiana, y que se referían principalmente a los libretos, decidió mostrar su adhesión a quienes habían sido sus críticos, y a quienes en general denostaban la inverosimilitud de los argumentos de ópera, encargando a Boito una reelaboración del libreto de esta obra con vistas a su reestreno en la Scala. El resultado no fue alentador, pero a libretista y compositor les sirvió de ensayo para las dos óperas que habrían de escribir conjuntamente. La nueva versión de Simon Boccanegra se estrenó en 1881, pero la finalización de Otello aún se demoraría algunos años, estrenádose finalmente en 1887, tres lustros después de la última ópera verdiana. Se ha dicho que, con Otello, el ya anciano compositor había demostrado que se puede crear arte a partir de experiencias distintas, y a veces opuestas, a aquéllas a las que se ha permanecido ligado durante toda la vida. Otello, en efecto, obedecía a una concepción de la música escénica diferente a la que había predominado en Italia, con independencia de que el propio Verdi hubiera mostrado en ocasiones una voluntad renovadora que se orientaba en la misma dirección. La ópera fue el triunfo póstumo de la estética de la “Scapigliatura”, un arte completo imbuido de algunos de los hallazgos característicos de Wagner, en particular en lo referido a la fusión de las artes: en el fondo, se trataba de un caso raro (como también ocurriría con Falstaff) de idoneidad entre palabra y expresión musical, de drama libre de los rancios esquemas cerrados y constituido por una estructura continua, todo ello a pesar de los frecuentes desacuerdos entre libretista y compositor. Posiblemente esos desacuerdos, añadidos a la voluntad de ambos de superarlos, hicieron posible esa comunión entre literatura y música. La experiencia de Otello convirtió los recelos anteriores entre Boito y Verdi en auténtica veneración. No de otro modo podría explicarse el hecho de que Verdi, cerca de cumplir los ochenta años, y cuando ya creía haberlo dicho todo en el terreno de la ópera (acababa de rechazar una propuesta de la Scala para crear una sobre el personaje de Don Quijote), aceptara el formidable desafío que suponía la composición de Falstaff. El propio Verdi se expresaba así en una carta dirigida a Boito en julio de 1889: “Al bosquejar Falstaff, ¿usted ha tenido en cuenta la enorme cifra de mis años? Estoy seguro de que responderá exagerando el estado de mi salud, bueno, óptimo, robusto... Y aunque así sea, ¡convendrá conmigo que es una gran temeridad asumir tal encargo! ¿Y si no venzo a la fatiga? ¿Y si no llego a terminar la música?” Dudas razonables que no tuvieron el menor efecto sobre Boito. Tras recibir una persuasiva carta de éste, y sólo dos días después de la anterior, Verdi escribía: “¡Amén, y que así sea! ¡Hagamos entonces Falstaff!” Es posible que además del entusiasmo que consiguió transmitirle Boito, pesara otra razón en el ánimo de Verdi: el deseo de dar réplica a la opinión (casi una maldición) manifestada tiempo atrás por Rossini según la cual el maestro de Busetto no estaba dotado para la comedia. Falstaff era precisamente una comedia, y la última ocasión de desquitarse del fiasco que supuso Un giorno di regno (1840), hasta entonces el único intento verdiano en el campo de la comedia, intento que había dado por completo la razón a Rossini. “El instinto”, había escrito Boito en su correspondencia con Verdi, “es un buen consejero. Si hay un modo mejor de acabar que con Otello, es hacerlo victoriosamente con Falstaff. Después de haber hecho resonar los gritos y los lamentos del corazón humano, acabar con un estallido inmenso de hilaridad”. Una cosa es segura: Falstaff nunca habría existido sin Arrigo Boito. El libreto estaba basado en The merry wives of Windsor (Las alegres comadres de Windsor) y las partes primera y segunda de Henry IV. Su estreno tuvo lugar en la Scala en 1893. El estupor ante el prodigio dramático-musical fue completo, y sirvió para revelar en una sola noche que el camino recorrido por Wagner durante décadas hacia el futuro del teatro musical no era el único posible. Ferruccio Busoni escribió a Verdi: “Su Falstaff ha suscitado en mí una revolución tal del espíritu y del sentimiento, que con pleno derecho puedo decir que de hoy data una nueva época de mi vida artística”. Por desgracia, y a diferencia de lo ocurrido con Wagner y la música alemana, el camino abierto por Verdi para los compositores italianos apenas fue transitado tras su muerte. Boito nunca terminaría su Nerone, que tras ser completado por Antonio Smareglia y Vincenzo Tommasini se estrenó póstumamente en 1924. De su obra quedan hoy su Libro dei Versi y su Re Orso, además de las traducciones de Antonio y Cleopatra, Macbeth y Romeo y Julieta escritas para la actriz Eleonora Duse (a la que estuvo unido sentimentalmente hasta que ésta prefirió a Gabriele D'Annunzio). También tradujo al italiano los libretos de Der Freischütz, Rienzi y Ruslán y Ludmila, entre otros. Sin embargo, y por encima de su Mefistofele, quedan los dos libretos escritos para Verdi, que permitieron a éste concluir su carrera en un punto de genialidad y modernidad insospechado hasta entonces. Entre los años 1881 y 1893 ellos dieron una lección de entendimiento entre palabra y música que quizá sólo es comparable a la dada un siglo antes por Da Ponte y Mozart.
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