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EL ABURRIMIENTO DE ONEGINPor Bardolfo. Sevilla, Teatro de la Maestranza. 11 de Diciembre de 2004.
Tchaikovsky: Eugenio Onegin. Solistas: Sergey Murzaev (Onegin),
Joanna Kozlowska (Tatiana), Sergei Kunaev (Lenski), Anna Kiknadze (Olga),
Valentin Pivovarov (Gremin), Irina Tchisjakova (Larina), Mabel Perelstein
(Filipievna), Emilio Sánchez (Triquet), Fernando Latorre (Zaretski),
Alberto Arrabal (Capitán).
Coro de la A. A. Del Teatro de
la Maestranza. Dirección del coro: Gerard Talbot y Sylvia Mtchkrian. Real
Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección musical: Jacek Kaspszyk.
Producción de la Ópera de Niza. Dirección de escena: Ruxandra Hagiù.
Aforo: lleno. La
función de Eugenio Onegin representada en Sevilla, con un curioso
ratio 2,55:1 panorámico y presumiblemente anamórfico, ha puesto de
manifiesto la actual realidad del Teatro de la Maestranza, convertido en
el teatro provinciano con más aforo y mayor escenario de España. La
agobiante escasez económica, plasmada en una programación anodina,
cristalizó ayer en su inauguración en tres horas y veinticinco
interminables minutos en los que este espectador acabó totalmente
identificado con el aburrimiento que el protagonista de Pushkin manifiesta
a lo largo de casi toda la obra. Atrás quedaban la idea inicial de José
Luis Castro de traer al Marinski de San Petersburgo para la primera ópera
rusa de la nueva etapa lírica sevillana; el interés de Luigi Ferrari, su
casi siempre ausente productor, por ampliar un repertorio muy reducido en
estilos; el protagonismo de Carlos Álvarez, repitiendo en el escenario
idóneo su interesante visión del indolente Onegin que nos interpretara en
el extinto Festival de Ópera al aire libre de hace unos años; el
ofrecimiento a Ismael Jordi para que se hiciese con el lírico y hermoso
rol de Lenski; la estilizada y sensible producción de Glynderbourne
dirigida por Graham Vick, cuya caída del cartel, cuando ya estaba
presentada la programación (¡y mira que tardan en darla a la luz!) no fue
explicada en la rueda de prensa de hace unos días por Pedro Halffter, a la
sazón director del teatro y la orquesta (como Baremboin); y, en fin, el
anunciado debut de Cristina Gallardo-Domas como Tatiana, suspendido poco
antes del inicio de los ensayos por motivos de salud y que ha dejado fuera
a uno de los pocos nombres de calidad que aparecían en el programa. Todo
un cúmulo de vicisitudes que nos han conducido a la velada de ayer.
Musicalmente
hay que destacar un hecho, y es que la interpretación ha gozado del más
homogéneo conjunto sonoro de la historia del Maestranza: todo era
mediocre. Hay que destacar, eso sí, a Sergei Kunaev como Lenski, con una
labor que no era canto, ni canturreo, ni parlato, ni declamación, ni nada
soportable por el oído humano, lo que es meritorio con una escritura vocal
como la del vehemente poeta, muerto en un duelo que tardó demasiado en
llegar. Durante toda la función notamos la ausencia de matización y
sentimiento en la Tatiana de Joanna Kozlowska (corta de agudos y graves,
pianissimos tremolantes), la monocorde y nada elegante visión de Sergey
Murzaev como Onegin (voz torrencial e incontrolada), la torpeza bufonesca
del Triquet de Emilio Sánchez (pobre legato, mala pronunciación francesa),
y la simplemente correctas apariciones de la guapa Anna Kiknadze como Olga
(escasa aunque bonita voz), la veterana Mabel Perelstein en la nodriza y
la desconocida Irina Tchistjakova como Larina. Llegado el tercer acto,
esperábamos que el hermoso canto al amor otoñal del príncipe Gremin nos
resarciera de tanta banalidad sonora, pero el bajo Valentin Pivovarov
diluyó nuestra ilusión con un cúmulo de desafinaciones.
Desde el foso
se potenció la inoperancia vocal, con una dirección preocupada de dar las
notas y no de traducirlas a sentimientos: el de Jacek Kaspszyk fue un
Tchaikovsky sin vida, sin la pasión romántica que pedían las hermosas
melodías que ilustran los sentimientos encontrados de los personajes. La
buena labor de la cuerda se vio una vez más ensombrecida por unos metales
que en cada nueva interpretación suenan más y más destemplados. Admirable
la prestación del coro, pese a la habitual falta de peso en las voces
masculinas, con un idioma muy alejado del español y que prepararon a la
vez que su intervención en la extinta Carmen con la que los genios de
nuestro ayuntamiento contribuyeron al desmadre de este Onegin al cambiar
su fecha inicial para dar paso a la cigarrera amplificada.
La parte
escénica sonrojaba a cualquier espectador amante del teatro. Con unos
decorados pequeñísimos, ampliados con mucha imaginación para simular un
fondo del que carecían, nos mostraron en los dos primeros actos una
especie de sauna finlandesa que decía ser la vivienda de Tatiana, aunque
también permitía interpretarlos como una reutilización de alguna vieja
producción de La fanciulla de West. Siguiendo en el estilo, pero con el
ratio disminuido a 1,60:1, a la escena del duelo sólo le faltaba Charlot
devorando botas viejas para ser un fotograma de La quimera del oro. Pero
lo peor estaba por llegar: la suntuosa recepción de San Petersburgo en la
primera escena del tercer acto y el palacio de los Gremin en el cuadro
final resultaron ser el mismo, con la incongruencia que esto supone para
la trama. Todo se redujo a una especie de habitación multiusos que era a
la vez salón, biblioteca, salón de baile y sala de juego, decorada con la
gama cromática más fea que imaginarse pueda y presidida por dos cuadros a
cual más torcido. Sumen a esto un atrezzo escaso y un vestuario con todas
las tonalidades del jabón Flota, salpicado por detalles como la deshabillé
de Larina en el acto inicial, que luego exhibía ante sus invitados en la
fiesta de cumpleaños de Tatiana, y tendrán idea del atentado visual
perpetrado desde la Ópera de Niza. No hubo dirección escénica, ni definición de los personajes, resueltos todos con una actuación frontal y cuatro movimientos de compromiso. Por supuesto nada de ballet (¿dónde iban a bailar?), sino algunas parejas del coro simulando con mucha voluntad las danzas al fondo de la escena, e incluso luciendo joyas propias para otorgar algo de empaque a la deslavazada producción. La bien timbrada voz que nos saluda por megafonía a la llegada a la sala, por cierto necesitada ya de un nuevo tapizado en las butacas, nos pidió que no abandonásemos los asientos en los cambios de escena de los dos primeros actos: ¿acaso temía que, acosados por el aburrimiento de Onegin, decidiéramos clausurar la función antes de tiempo?
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