Revista mensual de publicación en Internet
Número 59º - Diciembre 2.004


Secciones: 

Portada
Archivo
Editorial
Quiénes somos
Entrevistas
Artículos
Crítica discos
Bandas sonoras
Conciertos
El lector opina
Web del mes
Tablón anuncios
Suscribir
Buscar
 

 

Una voz que nunca morirá

Por Asier Vallejo Ugarte. 


Renata Tebaldi

Los intensos aplausos que llenaron la sala confirmaron que su reina había vuelto a triunfar. El Met era su templo, adoraba a su público tanto como éste la adoraba a ella. Pero aquella noche de 1.968 había alguien más en el auditorio. Ya en el camerino, se produjo el encuentro. Cuando se abrió la puerta las dos míticas sopranos se vieron, se abrazaron y dieron a los fotógrafos allí presentes la oportunidad de recoger una imagen para la historia. Allí se puso punto y final a la legendaria –y más ficticia que real- rivalidad entre Renata Tebaldi y Maria Callas. La voz de la griega se apagó para siempre en 1.977. Ahora lo ha hecho la de la italiana. Se han vuelto a reunir.

Nacida en Pesaro en febrero de 1.922, Renata Tebaldi triunfó ya a muy temprana edad. Su debut se produjo en Rovigo, donde en 1944 encarnó a la Elena de Mefistofele, pero fue su interpretación de Desdemona en Triste (1.946) la que le abrió las puertas de los grandes teatros y la que hizo que el gran Toscanini, recién llegado de Estados Unidos y en busca de nuevos talentos líricos, la citase para una audición en la Scala. El maestro la escogió para intervenir en la reinauguración del coliseo milanés, y a entonces se debe la célebre leyenda de “la voz del ángel”.

En aquellos sus primeros años de carrera Tebaldi abordó repertorios muy dispares, incluyendo títulos que en su trayectoria posterior no se volverían a encontrar. A pesar de que la crítica de entonces tendía a alabar las aptitudes de la soprano para la coloratura, grabaciones no muy posteriores demuestran que no lograba resolver con eficacia los pasajes de agilidad. De este modo, apenas subió a escena óperas de autores como Rossini (con alguna excepción), Donizetti o Bellini

Lo más cierto de la rivalidad entre Tebaldi y Callas sucedió en Brasil, en 1951, cuando el triunfo de la italiana y el fracaso relativo de la griega hicieron que de boca de ésta saliesen acusaciones mucho más infundadas que edificantes dirigidas a su rival. A partir de entonces se produjo una absurda división entre el público, entre callistas y tebaldistas. Y fue absurda por varias razones. La principal, obvia desde nuestro punto de vista de observadores inmersos en una era de falta de voces bendecidas por el prodigio, sería la oportunidad histórica del público de entonces de poder disfrutar en una misma temporada de la presencia de ambas. ¿Por qué la admiración hacia una debía significar el rechazo de la otra? Seguramente este planteamiento tan irracional sería minoritario en la audiencia, pero el hecho de que la rivalidad entre las divas se diese más entre sus respectivos públicos que entre ellas mismas apasionó sus diferencias. Aunque sitio había para dos, no cabe duda. Apenas tenían títulos en común (Tosca, Aida y Traviata los más significativos), ya que sus diametralmente opuestos conceptos del arte operístico las llevaron por senderos bien distintos. La capacidad histriónica de Callas era muy superior a la de Tebaldi, como lo eran sus dotes como actriz y su facilidad para la coloratura y el sobreagudo. Las armas de la italiana eran bien distintas: una voz pura, homogénea en todos los registros y bellísima, al servicio de una expresividad y musicalidad intensamente italianas y sugestivas. Los agudos eran –hasta el Si4, no tanto el Do5 que llegó a perder – sonoros e incisivos, y quienes la recuerdan de representaciones en vivo aseguran que los estudios de grabación no fueron capaces de reflejar la enorme amplitud, tampoco en todo su esplendor la belleza, del instrumento. Era, sin embargo, una mala actriz; hacía uso de recursos veristas no siempre eficaces y no se mostraba capaz de conectar con el alma de sus personajes, como sí hacía Callas. Así, la griega lo cantó todo y triunfó con prácticamente todo lo que hizo, mientras que la italiana forjó un repertorio adecuado a su voz y a su temperamento.

 A raíz de dicho enfrentamiento las relaciones de Tebaldi con la Scala comenzaron a deteriorarse, vista la preferencia de Antonio Ghiringhelli, entonces director del templo milanés, por la Callas. No tardaría aquélla mucho, sin embargo, en encontrar un nuevo público que la llegaría a reconocer como su reina. Debutó en el Metropolitan de Nueva York en 1.955, como Desdemona, y desde entonces hasta 1.972 subió a escena los más emblemáticos roles de su repertorio, entre ellos Adriana Lecouvreur. Tebaldi fue, junto a Magda Olivero, la mejor defensora del rol creado por Francesco Cilea, pero el destino quiso que su primera Adriana en el Met (1.963) significase uno de los peores momentos de su carrera. La voz le falló, empezaba a mostrar síntomas de deterioro y cansancio, en lo que supuso una frustración sin precedentes. La mítica soprano, además de ser consciente de que dependía sobremanera de su instrumento, era una cantante forjada a la antigua usanza, muy disciplinada, seria y perfeccionista. Así, y vista la crisis vocal que atravesaba, se retiró un año de la escena para estudiar y revisar su técnica. Tebaldi volvió con una voz más oscura, de sonoro registro de pecho y agudos mejorados, ideal para afrontar nuevos retos significados en papeles de más peso como Gioconda. El ocaso no estaba, sin embargo, lejos. Defendió sus cualidades expresivas hasta su retirada a mediados de los años setenta.

Como también hiciera Callas, Tebaldi dejó para las generaciones posteriores un legado discográfico de incalculable valor. La galería de personajes emblemáticos de la soprano –Desdemona, Leonora (Forza), Mimì, Aida, Tosca, Adriana…- queda perpetuada en sus registros en estudio, en los que compartió protagonismo con los grandes tenores del momento, destacando la sociedad creada con el florentino Mario del Monaco, con quien también ahora se reúne. Hay, además, grabaciones en vivo que recogen testimonios sonoros de noches históricas en las que los logros artísticos obtenidos son prácticamente imposibles de alcanzar, como son las de La Forza del Destino (Florencia, 1.953) y Tosca (Nueva York, 1.956), ambas conducidas por un inspiradísimo Dimitri Mitropoulos.

Cualquier elogio sería menor para referirse a Renata Tebaldi. Con ella se va una parte de nuestras vidas. Fuimos tantos los que nos iniciamos en el mundo de la ópera con su voz que la noticia de su muerte, a pesar de esperada, nos conmovió el corazón. Ella nos dio todo lo que una artista puede dar, nos hizo felices. Y lo seguirá haciendo, porque aunque ella ya no esté, su voz seguirá maravillando al mundo, llegando hasta lo más profundo de nuestras almas.