Revista mensual de publicación en Internet
Número 61º - Febrero 2.005


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ARS NOVA

Por Daniel López Fidalgo (Madrid, Grupo Scialoja-Branca). 

Siempre es complejo discernir, y así ha sido desde el principio de los tiempos, lo que es arte de lo que no lo es. Inicialmente, el criterio que servía para delimitar ambas categorías era la proximidad o alejamiento que lo creado tenía con la naturaleza. Posteriormente los cánones estéticos derivaron en pos de una espiritualidad que provocaba en el receptor del arte, un momento de reposo que le servía para evocar realidades superiores. Los cánones estéticos que muy a menudo han presupuesto éticas que los han ido revistiendo hasta crear un arte espejo de la sociedad, han cambiado y es lógico que así sea, pues la evolución en su concepto mismo presupone esa mutación.

Quizás convenga reflexionar , siquiera un instante, acerca de las modernas concepciones artísticas, en lo musical que nos ocupa, y tratar de dirimir la delgada línea que separa el arte del fraude. Más allá de la exitosa obra de Yasmina Reza, donde un aficionado al arte moderno muestra a sus dos amigos un cuadro en blanco por el que ha pagado una elevada cantidad, ante la perplejidad de éstos por tal concepción artística, se esconde un debate que parece incluso pasado de moda, lo que beneficia, desde luego, a los impostores. Las teorías sobre la subjetividad de la belleza, la evolución del arte y sus manifestaciones, la insensibilidad, la incomprensión, y la genialidad de la estridencia suelen venir muy bien a quienes, desprovistos de talento se hacen pasar por lo que no son. Se puede decir por contra que lo que no gusta hoy quizás guste dentro de algún tiempo, y podemos esgrimir la frase de Beethoven ante las críticas que recibió a su Eroica y su reproche al decir: “ Señores esto no es para que guste ahora sino para los próximos cien años”. Pero quizás frases así sólo puedan ser pronunciadas por personas así.

Desde las obras de Wilde, donde ubica el arte en una elegancia consustancial a la propia definición, o la determinación aristotélica de evocar una realidad ideal a la que conduce la propia belleza, no encuentro camino para ubicar determinadas obras contemporáneas donde puede verse una partitura con una misma nota durante seis páginas rematada por el estallido de un globo por un percusionista, que no tiene que prestar atención a sus instrumentos, pues no los usará en toda la pieza. Cosas así vienen siendo peligrosamente habituales en nuestros auditorios. Todo acto creativo, y eso ha sido dicho desde estas mismas páginas, exige el respeto de la propia creación ex nihilo. Quien crea de la nada debe ser respetado; pero quizás ese respeto pueda disminuir si se crea de la nada para llegar a la nada. Es complejo establecer de igual modo quien juzgará esa falta de arte en una obra, pero si duda el público goza de la soberanía suficiente para dirimir ese conflicto.

 A sensu contrario surge un problema añadido en el arte contemporáneo, cual es el de prejuzgar obras excelentes por el hecho de no haber sido creadas hace dos siglos. El público y los propios compositores actuales, deben dejar quizás a un lado los prejuicios y el corporativismo, y cribar en el cedazo de la estética las obras que no merecen ni un minuto de oído. Hegel ya señaló en su Introducción a la estética, la función social y moralizadora del arte como presupuesto indeclinable para una consideración artística. No todo lo que se escucha debe ser aprobado en pos de una sensibilidad o cultura que el público cree no poseer, no toda innovación es buena por el hecho de ser nueva, no toda obra merece respeto, más allá de la educación y la cortesía. En nuestro mundo hay impostores que laceran la ilusión de los compositores formados y llenos de talento. Discernir no es un derecho, en los tiempos que corren es una obligación.