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TOMAD MI SANGRE,
TOMAD MI CUERPO
Por
Fernando López Vargas-Machuca.
Sevilla,
Teatro de la Maestranza. 13, 16 y 18 de
julio de 2005. Richard Wagner: Parsifal. Hanno Müller-Brachmann
(Amfortas), Christof Fischersser (Titurel), René Pape (Gurnemanz),
Burkhard Fritz (Parsifal), Jochen Schmeckenbecher (Klingsor), Michaela
Schuster (Kundry), Peter-Jürgen Schmidt (primer caballero), Yi Yang
(segundo caballero), Karen Wierzba, Julia Baumeister, Simone Schröder,
Anna Samuil, Carola Höhn, Katharina Kammerloher (muchachas-flor), Karen
Wierzba, Katharina Kammerloher, Patrick Vogel, Peter Menzel (cuatro
escuderos), Simone Schröder (solo de contralto). Coro de la Deutsche
Staatsoper (Eberhard Friedrich, director). Staatskapelle Berlin. Daniel
Barenboim, director musical. Bernd Eichinger, director escénico.
Producción de la Deutsche Staatsoper Berlin.
Un
millón doscientos mil euros se dice que ha costado a la Junta de Andalucía
la visita a Sevilla de la Deutsche Staatsoper de Berlín (incluyendo
solistas, orquesta, coro, personal de oficina y técnicos varios) para
ofrecer tres funciones de su producción del Parsifal de Richard
Wagner estrenada la pasada Semana Santa bajo la dirección escénica de
Bernd Eichinger y la musical de Daniel Barenboim. Independientemente de
que estemos de acuerdo o no con la inversión, la calidad ha estado a la
altura de su coste: sencillamente han sido las mejores funciones de ópera
de la pequeña historia del Teatro de la Maestranza. Al menos en la
vertiente musical. Y que nadie piense que esto tenía forzosamente que ser
así al contar con una de las más prestigiosas casas operísticas del mundo,
porque si conocemos en DVD, a través de la televisión digital o por la
radio el Wagner que se anda haciendo en las grandes capitales de la lírica
o en el mismísimo Festival de Bayreuth, comprobaremos que semejante
excelencia dista de ser moneda corriente. Claro está que han sido el
genial talento de Barenboim y su espléndido equipo de jóvenes cantantes
los que han obrado el milagro. Se ha cumplido así con el ineludible deber
de estrenar por fin una de las mayores cumbres de la historia de la música
en Andalucía, y gracias a ellos se ha hecho en las mejores condiciones
musicales posibles. Tampoco podemos desdeñar la propuesta escénica,
desigual pero sugestiva y con hallazgos de extraordinario valor. Vayamos
por partes.
La escena
A ratos discutible, a ratos
fascinante esta primera incursión del productor cinematográfico Bernd
Eichinger en el mundo de la ópera. Su propuesta, ya lo adelantábamos en el
número anterior, se centra en hacer un recorrido histórico en torno a las
conflictivas relaciones entre las civilizaciones humanas y el medio
natural, partiendo del mundo mesopotámico y llegando hasta un apocalíptico
futuro tipo Mad Max. Mientras finaliza el preludio, se nos muestra
una bellísima imagen del planeta girando en torno a su eje sobre la que se
superpone el personaje de Gurnemanz, que llama a la oración. Tras
levantarse el telón aparece un denso bosque en el que se mueven los
escuderos y caballeros del Grial, vestidos de tal manera y colocados en
unas poses tales que nos vienen a la mente las esculturas de los mundos
sumerio, asirio e incluso de la Grecia arcaica, entre otros. Desde aquí,
todo la primera parte de este acto se desarrolla dentro de la ortodoxia,
radicando la única originalidad en la fugaz e inquietante aparición en el
fondo del escenario del mago Klingsor y las muchachas-flor mientras
Gurnemanz realiza su larga narración.
Pero hete aquí que cuando este
último personaje dice aquello de "en espacio se convierte aquí en tiempo",
el productor de Los cuatro fantásticos hace justo lo contrario, que
en tiempo se convierta el espacio, de tal modo que la conocida como
"primera escena de la transformación" sea un recorrido a través de las más
antiguas civilizaciones de la humanidad, mostrándosenos un soberbio
montaje de imágenes de Mesopotamia, Egipto, India, México y Grecia, hasta
que vuelve a levantarse el telón y nos encontramos un escenario
impactante: sobre unas ruinas arquitectónicas del imperio romano -una
columna con relieves historiados aparece despiezada por el suelo- aparecen
los caballeros del Grial a la manera de un poderoso ejército, vestidos con
armaduras que recuerdan a las que se veían en la original película
Titus (Julie Taymor, 1999). Amfortas se nos muestra como un emperador
romano, sentado en un trono, vestido de toga y coronado de hojas de
laurel. Titurel se encuentra en el fondo, inmóvil sobre una silla alta,
única idea similar a lo que veíamos en la antigua producción de la
Staatsoper, la de Harry Kupfer.
Llegamos así a la idea más
discutible, caprichosa e innecesaria de Eichinger: no existe el cáliz
sagrado. Cuando los caballeros entonan aquello de "¡Tomad mi sangre, tomad
mi cuerpo en recuerdo mío!", un Amfortas preso del dolor, con la túnica
chorreando sangre, se extrae un viscoso trozo de carne que parece tratarse
de su propio corazón. Tras depositarlo en una mesa, los acólitos van
desfilando uno a uno, cortan un trozo con un afilado cuchillo y se lo
comen. Se entiende así mejor el sufrimiento del personaje, qué duda cabe,
pero no sabemos qué aporta esta idea a la compleja obra wagneriana, y sí
lo mucho que se pierde al prescindir del principal elemento iconográfico
del "Festival escénico sacro", tan rico en significaciones.
El segundo acto se abre con una
poderosísima imagen de Klingsor frente a un fondo de llamaradas, sobre el
que se superpone un inquietante rostro diabólico. Su tensa escena con
Kundry, sujeta por el cuello mediante una correa, posee abiertas
connotaciones sadomasoquistas. La llegada de Parsifal al castillo está
resuelta magníficamente mediante una especie de sombras chinescas. Y
entonces llega otra sorpresa: el jardín encantado no es otra cosa que...
¡la mezquita de Córdoba! O al menos un interior con sus afamadísimas
arquerías superpuestas. Al fin y al cabo, en el libreto se supone que este
acto transcurre precisamente en Al-Andalus. Las muchachas-flor,
completamente revestidas de negro pero mostrando unos prominentes pechos
metálicos, resultan mucho antes inquietantes que sensuales. La iluminación
se torna a un violeta claro en la sensualísima reaparición de Kundry,
vestida de negro y con velo a la manera de Gloria Swanson en Sunset
Boulevard. El dúo entre la seductora y Parsifal se resuelve mediante
continuas proyecciones de video. Algunas como el viaje a través de lo que
parece el interior de un intestino humano (¿entrando quizá por el útero
materno?), o la maquinaria que alude a la Revolución Industrial, parecen
tener carácter metafórico. Otros resultan incoherentes con la propuesta
escénica global, como la aparición de un Jesús Nazareno con la cruz a
cuestas cuando ella afirma haberse reído del Salvador. Pero, ¿no habíamos
quedado en hacer un Parsifal sin símbolos cristianos?
A levantarse el telón en el tercer
acto los ojos se vuelven a quedar atónitos: estamos en Central Park a
mediados del siglo XX. Todo el escenario es gris. Nieva. Gurnemanz es un
mendigo que dormita sobre un banco. Tras la sorpresa inicial del
espectador, se descubre que la triste y desolada música se acopla
maravillosamente con la escena, más incluso que con la verde pradera
anotada por Wagner. La aparición de Parsifal revestido de armadura negra
sorprende a los tranquilos viandantes neoyorquinos, en una imagen que no
deja de recordar a la película El Rey Pescador (Terry Gilliam,
1991), que precisamente abordaba el tema de la búsqueda del Grial: otro de
tantos guiños cinematográficos que trufan la producción. Kundry le ayuda a
desvestirse y le arropa amorosamente para protegerle de la nevada,
conformando en ese preciso instante uno de los más conmovedores hallazgos
de conjunción música-imagen que hayamos visto en una ópera. Sólo chirría
que la fuente sagrada no sea otra cosa que una boca contra incendios. En
el pasaje orquestal que conocemos como "segunda escena de la
transformación" se vuelve a recurrir a las proyecciones: edificios y
ciudades destruidas por explosiones, incendios y maremotos. Las
referencias al 11-S y al tsunami asiático parecen claras.
Tras la destrucción de nuestra
civilización, la superficie del planeta se encuentra tomada por una
especie de punkies agresivos, armados de cadenas y objetos contundentes.
¿Qué tiene esto que ver con los caballeros del Grial? Ni idea. Tampoco se
aclara por qué quieren matar a Amfortas, pues precisamente de su
supervivencia para oficiar la ceremonia del Grial (sea ésta con el cáliz o
con su corazón) depende la de ellos. Contradicción que Eichinger plantea
pero no logra resolver, como tampoco resuelve el final de la obra: llega
Parsifal con la lanza y, sin curación a Amfortas y sin Grial de ninguna
clase, se quedan todos tranquilamente sentados en una tribuna, mientras la
música sigue sonando durante cinco minutos sin que la dramaturgia que ésta
plantea quede reflejada sobre la escena. Sólo la llegada de Kundry, que
toma asiento junto a Parsifal, rompe tan decepcionante estatismo.
Finalmente una nueva proyección de la imagen de nuestro planeta cierra de
manera muy hermosa -ahora sí- el círculo: gracias a la "sapiente
compasión" de Parsifal, el ser humano se ha reconciliado consigo mismo y
con la Tierra. En definitiva, una puesta en escena renovadora y personal,
compuesta a partes iguales de ideas inteligentes y de caprichos
injustificados, en la que la falta de coherencia interna no hace perder
fascinación a sus soberbios hallazgos.
Las voces
Trajo Barenboim un equipo de
cantantes jóvenes realmente sensacional, homogéneo y de muy considerable
altura. Incluso en los papeles episódicos como los de los escuderos y
caballeros contábamos con artistas muy notables, por no hablar del
fantástico grupo de muchachas flor; en él, como ya adelantábamos en el
anterior número, encontrábamos un buen número de solistas de cierto
renombre. Claro que quien se llevó el gato al agua fue René Pape: hay hoy
día un Gurnemanz aún mejor, el de Matti Salminen (no se lo pierdan en el
reciente DVD dirigido por Kent Nagano), pero este señor lo hace de manera
prodigiosa. No sólo canta fabulosamente bien -sólo le detectamos una
mácula al arriesgarse a apianar en aquello de "Durch Mitleid wissen der
reine Tor" en la tercera función, una minucia en medio de semejante
lección canora-, sino que matiza con gran sutileza y variedad expresiva
sus dilatadísimos monólogos. Su voz, por otra parte, corre fabulosamente
por toda la sala del Maestranza, circunstancia que pudimos contrastar en
las dos últimas funciones, cuando no nos encontrábamos en los asientos de
prensa del patio de butacas sino en sendos puntos diferentes del paraíso.
Su triunfo entre el público fue monumental.
Sin embargo, la gran sorpresa -a
Pape ya lo conocíamos bien- fue la de Hanno Müller-Brachmann, quien por
primera vez en su aún corta trayectoria apechugaba con un gran papel
wagneriano. De sus episódicas intervenciones con Barenboim en Madrid nos
habíamos quedado con la potencia y rotundidad de su poderosa voz de
barítono-bajo (más de lo segundo que de lo primero), pero quedaba por
escucharle en algo realmente complicado. Pues bien, dejando a un lado
determinadas particularidades técnicas que debería revisar, su Amfortas no
puede calificarse sino de sensacional. Él afirma que su modelo en el
personaje es José van Dam, y sin embargo su recreación resulta muy
diferente de la más bien tierna e intimista -e indudablemente maravillosa-
del belga. Con aquél el Gran Maestre de los caballeros del Grial es un
hombre noble y bondadoso que cometió un único desliz en su vida; con
Müller-Brachmann nos encontramos ante un "pecador nato". Por ello más bien
su interpretación recuerda a la de su colega Falk Struckmann, aunque
nuestro joven artista seguramente es menos tosco y aún más doliente. De
hecho, quien esto suscribe no recuerda haber escuchado nunca un Amfortas
tan desesperado, rebelde y hasta terrorífico. Convence más que Thomas
Hampson y no menos que Quasthoff, por citar dos nuevos y destacados
intérpretes del complicado rol. Sus "Erbarmen! Erbarmen!" quedarán para el
recuerdo. De libro.
Claro que ahí no quedaron los
descubrimientos, pues para que Michaela Schuster, que no es precisamente
una señora guapa, nos hiciera creer a todos que es una auténtica belleza
rebosante de erotismo hace falta muchísimo talento. El que sin duda tiene
esta joven mezzo alemana, que hace tan sólo nueve años dejó sus estudios
para subir a las tablas. Su voz, sin la rotundidad y calidez de una
Violeta Urmana, es hermosa en el centro, suficiente por abajo y tirante
por arriba cuando tiene que hacer frente a las demandas de la imposible
partitura. Pero es una fabulosa recreadora del complicado personaje, que
tiene perfectamente asimilado en sus infinitos pliegues psicológicos, todo
ello muy en la línea de la genial Waltraud Meier. Por si fuera poco la
Schuster es una actriz consumada, hasta el punto de que su muda actuación
durante todo el tercer acto nos desveló -manos, rostro, ojos- a un animal
escénico de primerísima magnitud. Mucha atención, porque puede convertirse
en una de las grandes artistas wagnerianas de las próximas décadas.
Jochen Schmeckenbecher anda desde
hace no mucho triunfando por esos mundos de Dios en papeles muy diversos,
pero su bellísimo instrumento de barítono lírico no parecía en principio
el más adecuado para encarnar a Klingsor. Craso error: lo hizo
maravillosamente bien, tanto en lo puramente canoro como en lo dramático,
por no hablar de su soltura escénica. Al que sí se le podría desear (que
no pedir, porque es aún muy joven) una voz más "de otro mundo" es a
Chirstof Fischesser, en todo caso más que digno Titurel. Y nos queda el
protagonista. Pues bien, es necesario reconocer que el jovencísimo
Burkhard Fritz es un mediocre actor y que su hermosa voz no corre siempre
con la pasmosa facilidad de la de sus colegas. A pesar de lo dicho sus
virtudes resultan más importantes que sus insuficiencias, porque su línea
es muy adecuada, su tesitura es amplia y homogénea, y puede perfectamente
con la vocalidad del personaje (impactante su "Amfortas! Die Wunde!"), al
que frasea con gran intención expresiva. De hecho lo hace bastante mejor
que algunos otros intérpretes del rol, tanto actuales como históricos. Eso
sí, hay que señalar que su mejor día fue el tercero, pues en las funciones
del miércoles y del sábado el bellísimo monólogo final le quedó frío y
monótono.
... y Barenboim
Era de prever que la dirección del
de Buenos Aires seguiría los parámetros de sus registros discográficos y
videográfico (1990 y 1993 respectivamente), y que por ende no iba a
adoptar la óptica celebrativa ni a alcanzar la comunicatividad y variedad
expresiva del más reconocido oficiante de este título, Hans
Knappertsbusch; que iba a carecer de la electricidad y tensión interna de
Solti; que iba a estar lejos de la belleza narcisista y meliflua de
Karajan; y que iba a ser más creativo y personal que Krauss y Levine, por
citar otros dos reconocidos traductores de Parsifal. Lo que ocurre
es que en las funciones sevillanas Barenboim ha explorado más a conciencia
y hasta radicalizado el concepto que entonces planteara. Así, su lectura
se mueve entre pasiones extremas, pero sorprendiendo en el hecho de que no
sólo están aquí las dosis de negrura y dramatismo típicamente
barenboinianas, sino también un elevadísimo componente de trascendencia y
misticismo mucho antes humanístico que religioso que podría recordar,
salvando las distancias, a las interpretaciones sinfónicas (no de Wagner,
claro está) que ofreciera el inolvidable Carlo Maria Giulini al final de
su carrera. Más que como una página épica, narrativa o teológica,
Barenboim parece interpretar la obra cumbre wagneriana como una reflexión
sobre el ser humano, de tal modo que el director se encariña de sus
personajes y los trata con extrema piedad y comprensión. Y todo ello
haciendo gala de aún mayor poesía, dulzura e intimismo que en sus
grabaciones.
Ya en el preludio se anunciaba una
exposición pausada, con gran atención al peso de los silencios, así como
esa total renuncia propia del Wagner de Barenboim a la brillantez y la
grandilocuencia. A lo largo de la narración de Gurnemanz el argentino
sigue conteniendo a la orquesta, tanto que podía pedirse algo más de garra
y tensión en determinados momentos. En todo caso hay descubrimientos
extraordinarios, que no estaban en sus grabaciones, como las figuras de la
cuerda cuando el anciano caballero hace referencia a la bellísima mujer
que sedujo a Amfortas. La "primera escena de la transformación" la plantea
con dramatismo y sin retórica, para pasar a unos coros que tienen mucho
que ver con lo que se propone sobre el escenario, pues ya que los
caballeros del Grial son aquí guerreros antes que otra cosa, el carácter
fraternal de esta páginas corales se entremezcla con un manifiesto sabor
viril y hasta belicoso. Los dolores de Amfortas están subrayados por la
orquesta con el mayor desgarro, mientras que en la escena de la
consagración Barenboim extrae sin problemas la modernidad de los colores
orquestales genialmente elaborados por Wagner. Todo el final del acto, que
en el disco grabado hace tres lustros le quedaba algo alicaído, lo traza
ahora con energía y pulso firme.
En el segundo acto vuelve a acentuar
las ideas de sus grabaciones. La escena de Klingsor posee una irresistible
carga telúrica, subrayando con corrosiva acidez las onomatopeyas de la
orquesta. Sin embargo en la secuencia de las muchachas-flor no despliega
especial sensualidad, quizá porque reserva el frasco de las esencias para
la aparición de Kundry. Su largo dúo con Parsifal es quizá lo más personal
de la lectura de Barenboim, pues el argentino se enamora de la seductora y
envuelve sus palabras en un manto del erotismo más sensual, tierno y
amoroso que uno pueda imaginarse. El colorido de la orquesta es infinito,
revelando la partitura mil y un detalles de orquestación. La atmósfera,
delicada y embriagadora como no se ha conocido quizá en ninguna de las más
emblemáticas versiones discográficas, se rompe con el airado rechazo de
Parsifal, y ahí nuestro artista vuelve a dar rienda suelta a su
temperamento dramático. La desolación que abre el tercer acto, de nuevo
con una batuta pausada y meditativa que transforma la paleta de colores
orquestales en una sugerente gama de grises, casa muy bien con la
propuesta escénica. La "segunda escena de la transformación" vuelve a
resultar parca en pompa y retórica, incluso quizá algo precipitada en las
dos primeras funciones, pero en todo caso llena de dramatismo y
crispación. Toda la secuencia final vuelve a resultar verdaderamente
magistral, cerrando Barenboim la partitura más que con éxtasis religioso,
con una belleza muy humana, sincera y trascendida.
A la orquesta hay que reprocharle
las pifias de algunas de sus secciones -sobre todo de los metales-, muy
abundantes en la primera función y no tanto en las otras dos. Quizá la
culpa la tuviera el pluriempleo, porque tanto ella como su director se
habían dejado la piel ejecutando de manera formidable en Granada
partituras de extrema dificultad técnica de Schönberg y Mahler; no es de
extrañar que en la Novena de Beethoven granadina y en el
Parsifal sevillano el cansancio se dejara notar. Claro que no debemos
olvidar que la calidad de unas fuerzas orquestales no se mide únicamente
por el número de notas falsas, sino también por la adecuación de su sonido
a diferentes repertorios, por su capacidad para ofrecer colores y texturas
y por la musicalidad de los solistas. Y en este sentido la Staatkapelle
estuvo espléndida. Notabilísimo igualmente el coro, aunque en la primera
función se perdiera en un par de momentos. Ciertamente hubiera sido
deseable dejar dos o tres días más entre las actuaciones de Granada y
Sevilla para ensayar.
Para terminar de comprender la
propuesta de Barenboim resulta esclarecedor comparar estas funciones
sevillanas con la lectura que ofreciera sólo dos semanas antes en Viena el
joven Christian Thielemann, que hemos conocido a través de una toma
radiofónica. Una comparación que resulta pertinente toda vez que hay
quienes le conceden a éste lo que siempre le han negado a Barenboim: el
ser un genial director wagneriano. Con unos tempi notablemente más rápidos
en el primer acto, el berlinés ofrece una lectura de mayor sentido
narrativo, más brillante y teatral, en la que el estilo es perfecto y no
se cae nunca en los amaneramientos ni en la grandilocuencia de su admirado
y con frecuencia imitado Karajan. Pero la comparación con el argentino le
hace un flaco favor, resultando Thielemann un tanto superficial, aséptico
y hasta rutinario a su lado. No hay trasfondo filosófico alguno, el
erotismo es mucho menos sugerente, los momentos desgarradores se quedan
alicortos e incluso el tratamiento de la orquesta carece de su sentido del
color. La orquesta toca mucho mejor que la Staatskapelle berlinesa (con
más seguridad y sin cometer grandes pifias), pero sus solistas
instrumentales frasean sus intervenciones con menor intencionalidad
expresiva y el colorido global es menos adecuado. En fin, trascendencia y
humanismo frente a las siempre seductoras perfección y la brillantez. Nada
nuevo bajo el sol.
Delitos y faltas
Lamentable la labor de la persona
que pasaba los sobretítulos. En la primera función, durante diez minutos
del tercer acto mantuvo completamente perdido a quien no conocía la obra.
Tras semejante metedura de pata debería haberse encerrado en su casa a
estudiar bien texto y música, cosa que a tenor de los errores de bulto que
volvieron a aparecer el sábado y el lunes no parece que se dignara a
hacer. Por cierto que la traducción utilizada era la personalísima del
llorado Ángel-Fernando Mayo, que en su momento se ofreciera en el
excelente libreto editado por el Teatro Real; del mismo autor se incluía
en aquél un espléndido artículo que ha sido igualmente reproducido en el
elaborado ahora por el Teatro de la Maestranza. Se han añadido aquí un
artículo del mismísimo Theodor Adorno (cortesía de la Staatsoper) y otro
de Lourdes Jiménez sobre Parsifal y España, más una sinopsis
argumental de Juan C. Moreno Peña.
No todo el público supo estar a la
altura. Hubo que lamentar la ausencia de muchos de los abonados a la
temporada lírica del Maestranza, a los que se les había ofrecido la
posibilidad de reservar las mismas localidades; no son pocos los presuntos
operófilos que han quedado al descubierto con su desinterés. De ahí en
parte la dificultad del Maestranza para llenar las tres funciones (en la
primera y tercera se apreciaban algunos pocos huecos en el patio de
butacas), aunque no podemos olvidar que Sevilla a mediados de julio sufre
unas temperaturas que echan para atrás a más de un visitante. Tampoco
podemos alegrarnos de las toses, abanicos y teléfonos móviles que sonaron
en los momentos más inoportunos, ni de las contadas deserciones tras el
segundo acto. Por suerte el éxito fue grande, sobre todo en la función del
sábado: con numerosos aficionados venidos de fuera, el teatro se vino
abajo como pocas veces -o nunca- se ha conocido en el coliseo sevillano.
Una cosa más. A la entrada del
teatro, un grupo de estudiantes repartía folletos subrayando que la Junta
de Andalucía invierte en este Parsifal 1.200.000 euros y tan sólo
139.563 en el Conservatorio Superior de Música de Sevilla. Aunque nos
sorprendamos de que, como afirman en el impreso, estos chicos no puedan
permitirse asistir a este tipo de eventos (¿de verdad no tienen 33 euros
para una entrada de ópera?), les damos la razón en lo demás y les
recordamos a los señores de la Junta que el interés mostrado en llevar a
cabo estas representaciones debe ir acompañado por una política cultural
coherente con la ideología de izquierdas de la que presumen, y que deben
pensar no tanto en la rentabilidad electoral inmediata como en los
rendimientos a largo plazo. Claro que también les felicitamos por los
brillantes resultados obtenidos por la visita de la Staatsoper y les
rogamos que, después de atender otras necesidades de vital importancia
para el futuro de la buena música en nuestra comunidad autónoma, vuelvan a
traer a Barenboim.
Fotos: Guillermo Mendo y FILOMÚSICA.
Web del
Maestranza:
http://www.teatromaestranza.com
Web de Barenboim:
http://www.daniel-barenboim.com/
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