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EL NACIONALISMO ITALIANO EN LA MÚSICA
Podemos decir que la ópera o melodrama comienza en Italia, en Florencia, a principios de la era barroca, pero su inicio, ante la popularidad patriótica a la que hará referencia este artículo, padece el hecho de ser un acto intelectual, de sofisticación y erudición mitológica y cortesana. Sin embargo, al paso de los siglos, con el barroco ya institucional y el frívolo y arabesco rococó consecuente, con los castrati fuertemente entronizados como divos y estrellas, y el auge del teatro en general, la ópera italiana consiguió las mieles de la popularidad a las que, secretamente o no, aspiran todas las artes por más filosófico o intelectual que sea su comienzo; es empero a principios del siglo XIX, cuando ya tanto Napoleón como el Congreso de Viena habían desahuciado a los italianos respecto a su unidad estatal, cuando la ópera de la nación peninsular hace entrometerse, si somos un poco laxos, a la Historia de la Música con la Historia de la Política. Una intromisión que también nos permitirá abundar en los distintos efectos que tiene el nacionalismo, en este caso el musical, según sus naciones, y en el influjo del mismo en dos autores coetáneos, tales como Verdi y Wagner. En la primera mitad del siglo XIX, pues, la ópera italiana se convierte en un vehículo de expresión nacional, con la permisión de los poderes establecidos; pues las artes muchas veces, erróneamente tal vez, son vistas por los mismos como inocuas, en este caso por la dominación austriaca que padecían la mayoría de los territorios de la futura unidad itálica. Sin embargo, la exhibición de los sentimientos nacionales italianos y su Risorgimento, hasta la época de Verdi-quien vivió, en las tablas, a diferencia del casi retirado Rossini, ciertos desencantos con la tan ansiada Unidad-, es interesante en vista de cómo el arte, y sus distintas formas, influye en la sociedad y en todo un pueblo. Comparativamente se puede decir que, ante la hondura del medievalismo celtista y nórdico de la ambiciosa totalidad que postulaba el drama wagneriano, la ópera italiana, antes de la intensidad de los veristas, abundaba en una lírica y poética belleza cantable antes que en el contenido dramatúrgico en sí. En efecto, fantásticos tejemanejes escénicos no eran óbice, tanto para los italianos como para los cultivados oídos de las generaciones futuras de todo el mundo, para el solaz del canto; un moribundo que no parece morir nunca, a voz en cuello emitiendo los ornamentos melódicos de su último parlamento fatal, hace simular tal inverosimilitud, acaso la torpeza teatral, con el canto pulido, estético, belcantista en fin; gusto por la voz que todavía hoy sigue paladeando nuestro siglo XXI fragmentariamente, ya aculturada la afición del Bel Canto, ritualizada como hecho intelectual, sin el fervor nacional que inspiraban obras como el Nabucco, u otras, cuyos aparatosas fantasías de libreto no repudiaban a la fuerza lírica, hímnica, que inspiraban, por ejemplo, los solos verdianos. Siguiendo con una comparación, respecto a cómo el arte influye en distinta medida según sus formas, sus tiempos y sus espacios, otra patria que buscaba un estado, Alemania, también estaba fraguando su gran historia con la ópera, pero su popularidad, incluso su intromisión en la política, no fue tan vehemente como las líricas de Verdi y el belcantismo más riguroso de la primera mitad del siglo. Acaso sea una cuestión de psicología. La estética alemana requiere ese brillo de orquestación tan viril que Wagner propugnaba; en cambio la estética italiana, con su voz y su habla tan melosa y musical, es más tendente al maridaje para con la emisión vocal delicadamente emotiva, con esas decoraciones propias del Bel Canto y su preocupación por una melodía cantable y ornamentada; canto con la entonación, pues, de una emoción de la tierra, de aquella vieja nación latina que va de Sicilia a los Alpes. El estilo arioso, entonces, el arte inspirado de la línea vocal, herencia del rococó y el barroco, con sus castrati como divos y estrellas-Rossini, en una época que había prescindido de todo tipo de Farinellis, suspiraba por ellos, extrañándolos-, era exacerbado por los autores preveristas e incluso preverdianos, si bien Verdi pertenece sin dudas a lo más hondo del patriotismo lírico peninsular; y es que aquellas arias, sobre todo las del mismo Verdi, aunque compuestas tal vez más como hecho artístico que como ideario nacional, se convirtieron en himnos, en hitos de una patria tierra cautiva que rompía las cadenas al menos con su música. Pues Bellini, Rossini, Donizetti, más allá de la intención autoral, aunque acaso heterodoxa para con la dominación austriaca, pudieron muy bien exponer, subliminalmente más que nada, los anhelos del pueblo italiano. Sin embargo, sutilezas subliminales aparte, como muy bien marca el eminente historiador judeobritánico Eric Hobsbawm, la ópera italiana fue una de las artes verdaderamente de masas, para todo el pueblo, de la época romántica; y con ello cualquier sublimación podía calar hondo en los ánimos populares y civiles. Popularidad, pues, de arte y de política. Popularidad tanto de la ligereza castrata y atrinada de Rossini como de la conocida relación de Verdi, y sus himnos cuasireligiosos del Nabucco, con el planteamiento literario y político del Risorgimento. Pues Verdi, Víctor Manuel rey de Italia, las siglas de su apellido traducidas al castellano, una críptica declaración que gritaba el pueblo italiano, es el más conocido adalid musical de la historia de la Unidad. Un abogado lírico, pues, del patriotismo italiano que se puede contraponer a las famosas y repudiables exclusiones del otro genio de la ópera de la época, indiscutido musicalmente: el ya mencionado Richard Wagner. Pues Wagner, con su antisemitismo y xenofobia en general, no pudo amonedar para Alemania un símbolo nacional dramático que, como el de los italianos, obtuviera, además del respeto erudito, una calidez y una empatía fuera de las tierras germánicas, y la unidad alemana puede obviarlo, entonces, sin caer en una injusticia histórica ni, hablando en estrictos términos biográficos y literarios, moral. El de Leipzig, en efecto, siempre hace recordar a Nietzsche, con su Superhombre y las consecuencias muchas veces agresivas de dicha filosofía. Claro que el mundillo de la llamada música culta no puede tolerar la omisión de esos acordes hondos, de una magistral y majestuosa reciedumbre artística, aunque el sentimiento que generalmente inspiran es tan bello como sombrío, y por ello tal vez un poco lejano a nuestra ternura. Mientras que Verdi, incluso los belcantistas, ciertamente obtienen el sentido, cariñoso y ya centenario aplauso de los escenarios cultos del mundo, debido a su innegable fuerza emocional, nacida en parte, como este artículo propone, de la efervescencia patria que acompañó a su gestación. Sentimiento nacional, claro, que no faltaba en la Alemania de Wagner. Sin embargo, más allá de lo formal, acaso de la subrepticia y discutida influencia del wagnerismo en el maestro de Roncole, Verdi, por ejemplo con sus incursiones en el terreno shakesperiano, apostaba por una música para el mundo, pero Wagner será siempre asociado con una música para Alemania, o tal vez para la nebulosa Germania. Es por ello, acaso, que el público profano, cuando escucha la palabra ópera, de inmediato piensa en un gordo y simpático tenor, el estómago repleto de macarrones, y emitiendo audaces agudos en la lengua romance del Dante. Es competente decir, también, más allá del estereotipo popular respecto a la nacionalidad operística, que el drama musical, la obra de arte total con que Wagner quería dejar de añorar a Grecia, fue una apuesta escénica digna de los manuales y las historias generales de la estética, si bien es todo un género de arte del cual no se puede omitir su belleza, sí, pero áspera-la áspera belleza del norte de la que hablaba ese nieto de ingleses, Jorge Luis Borges. Puede que esa presumible aspereza canora sea favorecida por la lengua teutona, o las germánicas en general, con su espíritu consonántico, que propenden más a la declamación, al recitativo, que al canto puro; es la severa liturgia protestante por sobre las alegres canciones del sur europeo y de Italia en particular, con sus generosas vocales tan acogedoras para con el do de pecho, con la linealidad melódica por sobre la compleja y diestra textura de instrumentación con que nos deleita y nos ensombrece Wagner; por ejemplo, en su Obertura del Tannhauser. Escuchamos y vemos, la buena música puede verse, la vehemencia orquestal de Wagner, se puede sentir, la buena música claro que se siente, la bizarra sensación que espeta La cabalgata de las valquirias, pero los hitos musicales del germanismo no acompañaron, a diferencia de lo que sucedió en Italia, a los logros patrióticos de la idea de unidad nacional alemana. El Nabucco, por ejemplo, la ópera del genio de Roncole, habla del cautiverio de los judíos, y ello pudo ser visto por el pueblo como un análogo a la situación ante los austriacos en Italia. De Wagner, en cambio, no fue posible extrapolar, salvo su distante y casi académica condición de mitógrafo medieval germanista, nada determinante, excepto la riesgosa filosofía nietzscheana, para el nacionalismo y la nación alemana. Mientras que Bellini, Donizetti, Rossini y Verdi todavía cantan, el verbo es muy revelador para nuestra comparación, a Italia en los teatros del mundo. Y, en fin, esta relación de nación y música, o tal vez, al menos, el designio de una nación musical, se plasmó impetuosamente para el pueblo italiano en las arias operísticas de Verdi, que se convirtieron en verdaderas declaraciones patrias, en bellos y melodiosos idilios de la tierra que surgía. Pero Verdi, con sus matices respecto al belcantismo más ortodoxo, aunque ciertamente fervoroso en la pasión italiana de la Unidad, también fue testigo de los desencantos de la misma. Sin embargo, con él la cultura, con sus florituras de belleza vocal o de imposibles situaciones escénicas, pudo hacer hablar a toda una patria, por medio de una de sus artes más queridas, y, también, de las más gloriosas. Gloria, en fin, la del nacionalismo italiano en la música, que todavía respeta, aunque más como un rígido y pétreo museo musical que como un álgido teatro buffo, éste, nuestro siglo XXI.
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