|
|
El clasicismo y la Ilustración Por Daniel Alejandro Gómez desde Argentina.
Ante el feudalismo y su teología y su mística, surge una respuesta de tecnología industrializada, que permite la Revolución Industrial y su maquinismo, y el consiguiente deseo, pues, por parte de la burguesía, de cambiar el orden jurídico-político existente. Ello se apoya, en el terreno intelectual y cultural, en la filosofía de la Ilustración, que, con algunas filosofías e ideas como precedentes, aboga por la racionalización de la concepción del hombre y del mundo. Ello tiene, como toda filosofía, un correlato estético; es decir, la filosofía estética; y también su correlato creativo más específico que nos toca: la poética musical. En cuanto a dicha filosofía, en cuanto a dicha teoría, ella implica, pues, la práctica del clasicismo en el arte y la música. La filosofía de la razón propugna también un arte de razón, sereno, como quería el teórico y filoheleno Winckelmann; un arte como la música del trío clásico vienés: Haydn, Mozart y el primer Beethoven. Ante la serenidad, ante la elevación de la razón, las artes también adoptan ese bagaje de intelectualidad; las formas y contenidos estéticos se vuelven sobrios, austeros, algo adeptos al cálculo en los textos artísticos. Hay una serena quietud y como meditada calma en las creaciones de la cultura artística ilustrada dieciochesca. En la música, esa mesura intelectual, ese alejamiento de los arrobamientos emotivos, se da, lo dijimos, en la Escuela de Viena, con los ya citados Haydn, Beethoven y Mozart. Son los llamados, en fin, músicos del clasicismo. Entonces, en la música-que en el barroco había adquirido una calidez virtuosística, algo así como un desbordamiento talentoso-, y luego del lapso galante y rococó, y con los anuncios preclásicos, el clasicismo florece en la Viena del Siglo de las Luces. Como dijimos, esta música es ahora más razonada, contiene una mayor exactitud y pureza formal, pero sus contenidos, entendiendo el contenido, tanto el instrumental como el vocal-instrumental, como la parte eminentemente sígnica de la doble faz de estructura de todo arte, pero sus contenidos, pues, son pensantes, racionalizados; y aunque no del todo fríos, sí un poco distantes y reservados, como una definición de ordenada personalidad adepta a un canon consagrado, el grecorromano de los ilustrados, y que los clasicistas musicales, aunque muy tangencialmente, y los neoclásicos en el resto de las artes, aceptan como la sagrada escritura, fuente y emanación genésica y creativa de toda la práctica musical dieciochesca. Un lazo entre la política, es decir la filosofía política de entonces, y las profesiones liberales entre las que se iba queriendo ubicar la música es la masonería. Recordemos que José II, el emperador austriaco, era un melómano, conocido por sus relaciones con Salieri y Mozart, y, además, partidario de las ideas ilustradas- de reformismo absolutista en este caso-, y que ingresó él también, claro, en la masonería… En efecto, la masonería era un vínculo importante que unía a la música con las esferas políticas y de ideación espiritual en general. En aquella época, ciertos músicos, como otros prominentes personajes, sobre todo de la burguesía y, en menor medida, de la aristocracia, solían ingresar en las logias, aunque muchas veces así como pasivamente. No obstante, ello demuestra la interacción entre la filosofía política y su consecuencia estética de espíritu winckelmanniano; en esencia, lo último, es la idea del arte como razón, y sus consecuencias respecto a los notorios atributos de la misma: mesura, distancia, sobriedad, madurez, y, por lo tanto, lenguaje poco expresivo pero rico en su signidad intelectual. Por otra parte, la música del Dieciocho encuentra una rara maridación en el virtuosismo, el prodigio incluso precoz, espontáneo, y la práctica de esa teoría de mesura e intelectuación en Wolfgang Amadeus Mozart. Mozart es, en efecto, la calidez psicológica vital que se encuentra ante una presión contextual, ante una especie de circunstancia ideológica y estética que lo llevó a la serena grandiosidad winckelmanniana del arte clásico, pese al temperamento y espíritu vital mucho más jocoso, expresivo y cálidamente comunicativo de Mozart. Ello demuestra que, muchas veces, las biografías musicales se ven condicionadas, en su práctica y en su telos creativo, por el influjo circundante, por todo el bagaje de la cultura, en una especie de estructura interdependiente que obliga a los textos musicales en su relación con los contextos culturales e ideológicos en general. Y es por ello que el ambiente de Ilustración razonada probablemente condicionó la práctica cultural mozartiana, y nos legó, entonces, una elegante sobriedad de apuntes muy intelectuales; lo mismo que esa mesura política, desafecta a toda calidez y arrobamientos místicos o de fe. La Ilustración política llevó ese racionalismo clásico al terreno de las aspiraciones burguesas, persiguiendo ésta sus ansiedades de establecimiento, y ya no solamente económico, sino también jurídico, constitucional. Esa burguesía, en la época del clasicismo, era la que estaba tomando la posta, ya cerca de los aspectos incluso legales, ante la aristocracia absolutista, por ejemplo en el manejo del arte y los artistas, de la música y de los músicos. En relación a este tema, el sistema de patronazgo, de paternidad benévola pero sojuzgadora de los nobles sobre los músicos, fue terminando. La burguesía soltaría la mano a los músicos y los dejaría a su libre albedrío de la virtud creadora. La fuerza de trabajo debería ser ofrecida en el mercado melómano, ante los oyentes y lectores de partituras. Pero en el clasicismo, o más bien en la época clasicista, esta paternidad, esta gleba estética, estaba vacilante. Así tenemos, también en el caso mozartiano, un puente; por un lado, el de Salzburgo estuvo al servicio del poder absolutista, pero por otro, y continuando en aspectos sociales y económicos de la música, Mozart intentaría labrarse un futuro independiente, con clientela burguesa; un intento económico que, sin embargo, no cuajaría. Deberíamos llegar a la época romántica o a Beethoven para ver a los músicos libres del señorío, pero también, claro, bajo las tormentas de la oferta y demanda artística. De la intelectualidad ilustrada, sin embargo, hemos de decir que no tenía en alta estima social y filosófica a un arte como la música, y en ello coincidiría con su rival político y cultural: el tardofeudalismo, el absolutismo del patronazgo… En efecto, serían los burgueses románticos los que elevarían a la música a una calidad de expresividad espiritual e inasible, a una estima intelectual, de alto vuelo cultural. Sin embargo, la elite ilustrada no consideraría las facultades de mesura racional musical; no obstante, como un contagio, las ideas y prácticas de la Ilustración, como dijimos, influyeron en la práctica e idea teórica musical de ese entonces. En efecto, en los clasicistas vieneses, el sonido ortodoxo de la Primera Escuela se destaca, en general- y aunque con el irreprimible diálogo e interrelación con épocas pasadas y futuras-, en la altura reflexiva de formas sobrias como la sonata o la breve, emblemática y ejemplificadota sinfonía haydeniana. En efecto, luego de la arabesca expresividad de la época barroca, la serenidad clásica vino a la música. Música intelectual, como la de Mozart, que hoy día está siendo estudiada, amén de la falacia posible de todo este tipo de informaciones, como una terapia mental, como algo capaz de incitar el intelecto infantil. El trío vienés, pues, asume, aunque con la relativa excepción de Beethoven, quien tuvo una época heroica o romántica, según los gustos, esta música de tendencias mentales. Beethoven, pues, cuya personalidad impulsiva era romántica, pudo congeniar a su biografía con el contexto cultural, con la, digamos, biografía de la cultura de su época. Mozart, siguiendo en este breve y muy sucinto amague de psicología musical, pudo reprimirse; pero Haydn, acaso, olía el mismo aire de la época. Así, pues, tal vez las creaciones de Mozart no sean tan sinceras como su propia vida o como las creaciones de Haydn; es ésta la circunstancia intelectual, filosófica más bien, que en aquel tiempo podía imperar sobre unas artes bajo tutelas paternas- sobre todo en la música, que no había alcanzado todavía ese respeto espiritual e incluso, hablando filosóficamente, absolutista de los románticos. Mozart hubo de impostar, tal vez, para el clasicismo; Haydn, acaso, fue más acorde con su ánimo; Beethoven conjugó sus pulsiones naturales con el imperativo epocal, con el mandato filosófico. Este dilema entre personalidad y circunstancia personal, entre psicología artística y psicología del contexto artístico, que comenzamos con Mozart, es característico de una época tan normativa como el clasicismo, ante la libertad tan emocional de la época romántica. En este sentido personal, de Psique estética, la música fue una prueba de la normatividad ilustrada y de su correlato preceptivo artístico. En efecto, y dando un ejemplo, la literatura, en el teatro, respetaba las reglas aristotélicas, y en cuanto a la música, siguiendo ese camino, se intelectualizaba con más rígidos esquemas formales. Las formas clásicas, como los contenidos, todavía quedaban lejos del ímpetu de ciertas sinfonías beethovenianas, por ejemplo; son formas clásicas o clasicistas donde el fenómeno formal se ve encauzado hacia la mesura; las estructuras son no simples y sí sencillas, y de reflexiva serenidad. Un armazón, en fin, para construir los contenidos también serenos, uncidos al espíritu de la filosofía de la época. La personalidad de la época, entonces, como todas las personalidades históricas, se metía en las personalidades biográficas musicales como Mozart y Beethoven, o en los ánimos y obras clasicistas en general. Entretanto, además de esta psicología cultural, la política, una parte de la Psique cultural de la época, digamos, influía en las elaboraciones teóricas y la emoción creativa: pensemos, pues, en el Mozart masón de La flauta mágica. Y más allá de contenidos epistémicos, veraces, dicha política, dicha filosofía, o dicha filosofía política, con su aire, con su espíritu de letra, influía en la serenidad de todo su campo donde podía tener jurisdicción: como las artes en general, por ejemplo, y la música. La música, entonces, adoptaba esa belleza mesurada que brotaba de los escritos ilustrados, del racionalismo liberal contra el absolutismo, de la tranquilidad estética ante las tempestades virtuosísticas del barroco. La virtud clásica no se halla en la vanidosa dificultad, sino en una sencillez de patente intelectualidad y más sutil esteticismo. Haydn logra amonedar lo clásico del clasicismo; Haydn es el paladín de la Viena de la música ilustrada, y la música ilustrada, llamémosla así, se ve influida también por una sociedad ilustrada, por una condición sociológica. Respecto a ello, al contexto vital de los creadores, la condición social de los músicos de la época ilustrada, o, artísticamente hablando, clásica, era, dijimos, de precaria valía intelectual… La profesión musical se comparaba con los siervos; la música, sin embargo, siguió el dictado de los racionalistas, como si quisiera meterse en la jerarquía cultural burguesa. Las altas facturas de la serenidad mozartiana, no obstante, y volviendo a la Psique musical personal, no omiten, a veces, ciertas emociones que rozan lo romántico; pero la época clásica se mantuvo más fiel a los enciclopedistas que a Hegel o el idealismo alemán en general, una filosófica e ideología que abogaría esencialmente por lo romántico. Las formas y significados musicales interactúan, pues, con el contexto cultural y, especialmente, en el caso que nos ocupa, con el auge ilustrado, burgués y racionalista, cuyo patente emblema es la Enciclopedia y los enciclopedistas. A diferencia de la época romántica, el clasicismo no tuvo muchos teóricos famosos; el fenómeno musical no inspiraba las ardientes disecciones teóricas que urgirían a los románticos… La teoría o idea teórica clásica emanaba, más bien, de la elaboración de otros campos de la cultura, y la cultura ilustrada no se ocupó demasiado de la música; pero la música adoptó, sin embargo, y como un hijo huérfano que quiere cariño, a los dogmas y consejos de la intelectualidad y filosofía de la época. Esperando una más alta consideración en su estatus, no obstante, la música y sus músicos siguieron los dictados o ideas racionalistas. Mozart, en la encrucijada de dos épocas y dos culturas, se vio en los problemas de su vocación de libertad aburguesada luego del patronazgo; desconsiderada como uno de sus grandes genios, la música deberá aguardar otras épocas para olvidar su minusvaloración intelectual y cultural: el romanticismo, pues, será melómano, y su filosofía o cultura letrada en general se ocupará con pasión y muy emotivo desorden de una elaboración teórica musical. Sin embargo, la cultura de la Ilustración influyó, como en tantas otras cosas, en la música; las teorías grecicistas winckelmannianas, aunque tangencialmente, hicieron sentir su respiración en la música; los escritos de los filósofos franceses, acaso, pueden leerse un poco en las obras y partituras dieciochescas; la melanomanía de Viena entendía, tal vez, de Rousseau, de Montesquieu y, claro está, de Winckelmann y los teóricos del neoclasicismo. Mozart y Haydn representan lo palmario de la intención clásica; algo palmario, pleno, neto, ya que los diálogos con los pasados y los futuros son inevitables y no hay periodo artístico o musical puro… En cuanto a sus coqueteos, en referencia a ciertos músicos clásicos, con logias y con la masonería, representan la intención de la música de ascender a la estima pensante, a la calidad de la cultura del intelecto, a la dignidad, en fin, de la elaboración filosófica, cuya preceptiva guiaría- aunque no muy patentizada- a la poética melómana. Así se ve que la música clasicista adopta el clasicismo cultural, y es hija de él. Una hija, ya que no deseada, sí por lo menos ignorada: la música, lo dijimos, deberá aguardar otras épocas para el interés de la filosofía; no obstante, la filosofía, en este caso la ilustrada y toda su época cultural, se ocupó de la música: dejó el hálito, creó del barro las obras, y legó su impronta en esas obras que conmueven, valga la paradoja, a nuestra serenidad, a nuestro intelecto… Y a una muy posible mentalidad dentro de nuestra alma.
|