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EXPERIMENTOS “MALICIOSOS”
Por Ángel Carrascosa Almazán. Los maliciosos experimentos de los que “amenazaba” con hablar como continuación del texto del mes pasado no son tal en realidad, pero pueden tener -tienen- efectos secundarios indeseados. Sobre todo para algunos de sus protagonistas. Hace lustros, cuando varios amigos y yo estábamos en pleno y apasionado proceso de descubrimiento del mundo de la interpretación, no sólo escuchábamos música juntos, muchas veces poniéndonos discos sin revelar quiénes eran los intérpretes, sino que intercambiábamos grabaciones en casete, a menudo sin poner los nombres de quienes tocaban, cantaban o dirigían. Esta práctica, ni qué decir tiene, agudiza mucho el oído. Porque teníamos que intercambiarnos nuestras opiniones sin contar con la cómoda referencia del nombre del artista para orientarnos. Bueno, esto era así cuando no recurríamos -en alguna ocasión sólo- a “engañarnos”. Recuerdo bien que, allá por mis diecisiete años, a punto de venirme a Madrid desde una pequeña e inculta capital de provincia (particularmente en lo que respecta a la música clásica, aunque en la radio local había ¡un programa semanal de una hora dedicado a ella!), sólo tenía en disco tres sonatas para piano de Mozart: la K 333 por Robert Casadesus, la K 331 por Backhaus y la K 576 por Gilels. Las tres me gustaban mucho, tanto las obras como las interpretaciones. Había leído que los tres eran artistas fantásticos. Una enciclopedia que tenía ponía a Casadesus como “el pianista ejemplar”; había grabado Conciertos de Mozart con Walter, Szell, Schuricht... Pues bien, hacia 1965 llegó a mis manos un LP del sello Westminster en el que un tal Daniel Barenboim tocaba un par de sonatas de Mozart, una de ellas la K 333 (la otra era la K 330). Me quedé alucinado al comprobar que un desconocido (luego supe que, además, era jovencísimo) la interpretaba con mil veces más belleza y hondura que el enorme y “modélico” Casadesus. Ni se me pasó por la cabeza pensar que yo podría estar equivocado: aquella diferencia era demasiado evidente, y nadie me iba a convencer de lo contrario. Algún tiempo después, ya en Madrid, se lo hice saber a uno de mis amigos con los que intercambiaba grabaciones. Él, algo mayor que yo, estaba “más puesto” y afirmó que nadie, y menos un desconocido, podía hacer sombra a los Edwin Fischer, Schnabel, Backhaus, Kempff, Horowitz, Gilels, Haskil o Casadesus. No pude convencerle. Algún tiempo más tarde le grabé en un casete dos versiones de la Sonata K 330: en la cara A la de Barenboim y en la cara B la de Clara Haskil. Pero puse -adrede, claro- los nombres cambiados. Tras escucharlas, su comentario fue algo así: “¿Ves? ¡Claro, lo que yo te decía: Barenboim está bien, pero Haskil es muchísimo mejor!” Había juzgado sin prejuicios, pero no le hizo la menor gracia cuando descubrió que yo había intercambiado los nombres de los pianistas. Algunos años después tuve una fuerte discusión con otro amigo que había puesto a parir el Concierto de Sibelius por Zukerman/Barenboim, escribiendo que, de forma totalmente inadecuada, era una versión gélida como el clima de Finlandia, aséptica, inexpresiva... Yo le eché en cara con mi entonces tremenda vehemencia que me parecía la repanocha de buena, y que era de características opuestas a las que él le atribuía. Escuchamos juntos algún fragmento pero no dio su brazo a torcer. Entonces planeé una “venganza” que ejecuté unos meses después: le grabé el Concierto de Sibelius por Zukerman y Barenboim. Pero anoté en el inlay de la casete la siguiente versión imaginaria: Leonid Kogan, no recuerdo qué orquesta, y Gennady Rozhdestvensky. Me llamó por teléfono entusiasmado, enfervorecido: “¡qué maravilla de versión, qué pasión alucinante y devoradora... es, de lejos, la mejor interpretación que conozco!”. Cuando le dije que era la que él mismo había puesto a caldo y que había tachado de gélida, fue demasiado para él: dejó de dirigirme la palabra. Este señor es hoy crítico discográfico, y no de los menos conocidos... Bastantes años más tarde propuse a la revista “Ritmo” hacer sesiones de escucha “ciega” de obras importantes y breves, con varios críticos a la vez, que escuchaban sin saber a quién. Salieron cosas muy jugosas, y se produjeron unanimidades (o casi) en echar por tierra versiones “de referencia” según las guías más prestigiosas (la “Penguin” en primerísimo lugar; a mí siempre me pareció poquísimo fiable), y llegaron hasta los cuernos de la luna otras generalmente desdeñadas por la mayoría. También hubo, por descontado, confirmación plena de interpretaciones de siempre alabadas. A decir verdad, todos los críticos que intervinimos modificamos alguna vez, en algún sentido y medida, opiniones nuestras anteriores. Pero la mayoría no caímos en el bochorno de pasar de un extremo a otro, y casi siempre confirmamos nuestros gustos. Más recientemente, me gustaría contar lo ocurrido en un par entre los muchos experimentos de este tipo que me gusta hacer (y que me hagan a mí): la Sinfonía “Pastoral” por Carlos Kleiber descubierta hace unos años y rápidamente publicada por Orfeo mereció críticas delirantemente laudatorias y obtuvo montones de galardones, entre otros el de mejor disco clásico del año para diversos medios y premios. Pues bien, he hecho escuchar en casa a varios amigos y conocidos (algunos, críticos musicales) esa versión sin decirles cuál es y a todos, sin excepción, les ha gustado poco o poquísimo. Y conste que estos melómanos tienen, todos ellos, buen gusto musical. El otro caso es de hace sólo unos días: les he hecho escuchar a varios amigos, igualmente “a ciegas”, algún impromptu de Schubert en la recientísima grabación de Javier Perianes para Harmonia Mundi. También a todos ellos les ha gustado mucho o muchísimo. Cuando les pregunté si aventuraban un nombre, respondieron con pianistas de muy primera línea. Probablemente Perianes ya lo es, aunque no sea aún famoso. Lo que es seguro es que estas piezas las toca al nivel de varios de los más grandes. No cabe duda de que escuchar a ciegas es la mejor manera de no engañarse... y de no engañar a los lectores que podamos tener. Es una práctica muy saludable que, además, ayuda a formarse criterios interpretativos sólidos. Para que no pueda ocurrir el contrasentido de que, por ejemplo, el pianista preferido de un melómano sea Claudio Arrau y su director favorito, Arturo Toscanini.
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