ZEMLINSKY EN SEVILLA: BELLEZA Y EMOCIÓN
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 25 de mayo
de 2008. Zemlinsky: Una tragedia florentina. El enano.
Robert Künzli, James Johnson, Karolina Gumos, Astrid Weber, Sonja
Mühleck, Jürgen Freier, Peter Bronder, Marta Ubieta, Anja Fidelia
Ulrich, Vanessa Barkowski, Aurora Gómez, Rocío Botella. Real Orquesta
Sinfónica de Sevilla. Pedro Halffter, dirección musical. Udo Samel,
dirección escénica. Producción escénica del Teatro de la Ópera de
Fráncfort.
Por Fernando López
Vargas-Machuca
(blog)
Lo primero: independientemente de los (magníficos) resultados
artísticos obtenidos, es un acierto programar estas dos óperas de
Alexander von Zemlinsky sobre sendos textos -una obra de teatro y una
narración- de Oscar Wilde. Es verdad que el libreto de Una tragedia
florentina (1915) puede hacerse algo pesado con tan largas
intervenciones de Simone, el mercader que encuentra a su esposa en
situación comprometida con el príncipe Guido Bardi -al que el
atribulado marido terminará estrangulando-, pero el tejido orquestal
es una maravilla y la obra se escucha con muchísimo placer. El
enano (1921) es por su parte una obra maestra. La historia del
bufón que se cree un atractivo noble hasta que un espejo le descubre
la cruda realidad -no es más que un regalo de cumpleaños para la
infanta de España- es altamente conmovedora, los personajes están
definidos con mano maestra, la orquestación vuelve a desplegar
colorido y sensualidad, y en esta ocasión, además, la música resulta
menos “decorativa” para encontrarse más al servicio del drama. Una
joya que apenas se graba (sólo hay un registro, el excelente de James
Conlon) y casi nunca se lleva a escena. El Maestranza, ofreciendo los
estrenos en España, ha dado así un paso con el que consigue
convertirse en un referente dentro del aún rancio panorama lírico
nacional.
Musicalmente el nivel ha sido altísimo, en gran medida por obra y
gracia de un Pedro Halffter que realizado una labor que sólo podemos
calificar como Sobresaliente. Para alcanzar la Matrícula de Honor le
faltaría quizá una tímbrica algo más aristada y matizar con mayor
incisividad determinadas intervenciones solistas. Por lo demás, se ha
tratado de una dirección llena de sensualidad, de calidez, de sentido
del color, de morbilidad en el fraseo, de claridad y de brillantez
sonora, todo ello sin caer en la blandura decadente ni, menos aún, en
la espectacularidad gratuita. En los momentos más líricos (el “dúo” de
los amantes en el primer título, los arrebatos amorosos del enano en
el segundo) el director madrileño se ha elevado hasta lo sublime por
encima de sus competidores discográficos, tanto como lo hizo en los
movimientos lentos de sus magníficas grabaciones de la Segunda
de Rachmaninov y de la Sinfonía de Korngold.
Mención aparte merece la Sinfónica de Sevilla. ¿Hay muchos teatros
españoles que puedan presumir de contar en el foso con una orquesta
superior? Porque lo del Real es bochornoso. Y no digamos lo que
tenemos que aguantar en teatros sin dinero como el Villamarta… La
cuerda sevillana se mostró sedosa como en sus mejores noches, las
maderas se movieron -con algún despiste muy aislado- en su habitual
nivel de musicalidad, los metales empastaron a la perfección y la
percusión fue puro virtuosismo. Admirable el arpa de la estupenda
Daniela Iolkicheva. Magnífico además al concertino invitado para la
ocasión, Ingo de Haas. La adecuación de la ROSS a este repertorio
resulta además admirable, mucho antes que con el Clasicismo, que sigue
siendo su talón de Aquiles.
Altísimo nivel vocal, sin ningún fiasco aunque con una relativa
insuficiencia: la voz de James Johnson no es de gran calidad, no corre
con la facilidad de la de sus compañeros en la escena y se encuentra
algo gastada. Claro que, ¿cuántos barítonos hay por ahí que se sepan
el rol de Simone? La otra opción hubiera sido la de Albert Dohmen, uno
de los Scarpias de la anterior temporada, que lo ha grabado con
Chailly y Jordan: hubiera lucido un mejor instrumento vocal pero quizá
no hubiera matizado con la perspicacia de Johnson, que no sólo dio las
notas, sino que también supo ofrecer la permanente ironía del mercader
hacia el príncipe sin caer en exageraciones, moviéndose además de
manera muy adecuada por la escena. La mezzo Karolina Gumos lució una
voz de primer orden y sólo se mostró estridente en algunos agudos
comprometidos, mientras que Robert Künzli encarnó francamente bien al
antipático Guido Bardi.
Quien más aplausos despertó fue Peter Bronder, que no sólo tiene la
voz (tenor “tipo Mime”) para encanar al enano sino que además, a
despecho de algunas tiranteces en la zona más aguda, cantó
magníficamente su larga y dificilísima parte y se mostró tan entregado
como sincero en lo expresivo; si unimos a esto su enorme talento para
moverse en escena con credibilidad, comprendemos que su personaje
resultara especialmente patético, entrañable conmovedor. Astrid Weber
hizo una Doña Clara muy creíble en su mezcla de frivolidad, capricho y
malevolencia, una auténtica serpiente que seduce al bufón para reírse
de él y luego, sin el menor remordimiento, le parte el corazón hasta
la muerte al describirle toda su fealdad. Sonja Mühleck debía haberle
puesto un poco más de calidez a sus intervenciones como la doncella
Ghita, el único personaje que se apiada del protagonista, aunque
vocalmente estuvo muy bien. Y sensacional Jürgen Freier en el
relativamente importante rol del chambelán. Muy dignas las doncellas y
damas de la corte.
La producción escénica se estrenó hace un par de años en la Ópera de
Fráncfort. En Una tragedia florentina Udo Samel apostó por el
Simbolismo (el personaje de Bianca parecía sacado de un cuadro de
Klimt o Redon), trasladó la acción al siglo XX y, aun acertando a
crear una atmósfera inquietante y opresiva, convenció sólo a medias.
Que al final el matrimonio no se reconciliase sino que, una vez muerto
el príncipe, Bianca apuñale a su esposo, supone una traición a las
intenciones de Wilde y de Zemlinsky, colisionando además plenamente
con los compases finales de la música. El señor Samel no es nadie para
enmendarle la plana a los dos artistas citados. Lo mismo es aplicable,
sin ir más lejos, al final inventado por Mario Gas para el Don
Giovanni visto aquí el mes pasado, y a todos esos directorcillos
que intentan hacerse un nombre a costa de servirse a sí mismos en
lugar de a la música.
Redonda, por el contrario, la propuesta del mismo director escénico
para El enano, intemporal en su ubicación cronológica,
realizada con sentido del ritmo, atenta a la definición de personajes
y en general, salvo algún detalle aislado, muy bien resuelta en las
diferentes situaciones. Se benefició además de una muy hermosa
escenografía de Tobias Hoheisel y de la admirable luminosidad ofrecida
por Joachim Klein. Las cosas claras: igual que hemos escrito en esta
misma revista que el Holandés Errante flaqueó un tanto en lo
musical, que no tenía sentido hacer Werther y que el Don
Giovanni fue un verdadero muermo, ahora nos toca decir, con voz
bien alta, que con Una tragedia florentina y -sobre todo- El
enano, hemos pasado una de las más bellas y conmovedoras noches
operísticas de toda la historia del Maestranza. Sin la menor duda.
¿Qué quedan entradas sin vender? ¡Ellos se lo pierden!
Fotografías: Guillermo
Mendo
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