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LAS LÁGRIMAS DE ELEKTRASevilla, Teatro de la Maestranza. 12 de marzo. R. Strauss:
Elektra. J.
Baird, A. Mª Sánchez, R. Scotto, A. Ódena, C. López Galarza, S. Vázquez,
M. Luezas, J. de León, M. Rey-Joly, M. Perelstein, J. Castillo, A.
Molina, C. Serrano, Mª J. Martos. Coro de la A. A. del Teatro de la
Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. S. Barlow, director
musical. N. Joel, director escénico. Por Fernando López Vargas-Machuca. Lee su curriculum. Rompió
a llorar la joven soprano neoyorquina Janice Baird al escuchar el
monumental rugido con que el público, entusiasmado y enloquecido como
pocas veces se ha visto en el Teatro de la Maestranza, la recibía tras su
impresionante encarnación de Elektra en la ópera homónima de Richard
Strauss. La temperatura emocional Había sido una velada operística memorable. Se han presenciado otras más perfectas (sin ir más lejos, el Andrea Chénier de hace unos meses), pero ninguna en la que un nivel de calidad interpretativa tan alto se haya puesto al servicio de una obra tan absolutamente genial, intensa y acongojante. ¡Ya iba siendo hora de volver a escuchar en el Maestranza una ópera expresionista! Enhorabuena a sus responsables por programarla. Y también, claro está, por haber escogido el elenco con tanto acierto. Estuvo fabulosa la Baird. Una voz extensa y homogénea (agudos y graves segurísimos), perfectamente proyectada, al servicio de una mente musical que conoce perfectamente el estilo y el personaje: Elektra no es una desquiciada ni una histérica, como la ven algunas sopranos mucho más reputadas. Más bien se trata de una joven sensible, herida por las circunstancias, cuya obsesión por la venganza terminará conduciéndola a la locura y a la muerte, y así la artista lo puso de relieve con un canto pródigo en matices y elegancia, en absoluto desaforado. Por si fuera poco, posee el físico perfecto: el de una mujer atractiva terriblemente desmejorada. Mediando el maquillaje, claro. La participación de Renata Scotto se presentaba como uno de los grandes atractivos de la velada. Y lo fue. Obviamente el estado actual de su instrumento vocal es el que el lector puede imaginar. Sin embargo, el ensanche de su voz hacia regiones más dramáticas y su contrastada inteligencia musical le permitieron amoldarse hasta cierto punto al papel y ofrecer una muy interesante Klytämnestra que despertaba a un tiempo la compasión y el desprecio, como debe ser. Su gran baza fue aplicar, convenientemente dosificados, algunos de los principios del bel canto a un repertorio que en ocasiones es abordado desde posiciones en exceso cercanas al sprechegesang. Todo ello por no hablar de la emoción que para cualquier amante de la lírica supone ver a este mito de la ópera en acción, claro. De la soprano alicantina Ana María Sánchez poco podemos decir: como demostrara en el Teatro Real madrileño, es una espléndida Chrysosthemis, salvando algún que otro apurillo al descender al registro grave. Un monumental éxito para su debut en el escenario operístico del Maestranza. El rol de Orestes no estuvo tan bien servido, pues Ángel Ódena se mostró en exceso tosco y frío, aunque siempre digno del aplauso. De altísimo nivel el resto del elenco, en el que encontramos no pocas figuras de relieve. A destacar en todo caso la celadora de la joven María Rey-Joly (atractiva y en plan sado-maso) y las doncellas de Mabel Perelstein y María José Martos, cuyos nombres hemos podido leer encabezando el cartel en producciones diversas o en fichas de discos. Un lujazo. Claro que, hablando del altísimo nivel alcanzado, no podemos olvidar el papel desempeñado por una orquesta que ya quisieran para sí el Real o el Liceu: la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, tan curtida en el mundo straussiano bajo la titularidad de Klaus Weise, ofreció una lectura impecable, por mucho que la plantilla se vio reducida dada la negativa de los profesores a sobrecargar el foso con más peso del que advierten las recomendaciones de seguridad. A la batuta de Stephen Barlow le faltó un último punto de inspiración y carácter visionario, pero dirigió con gran atención a los cantantes y obteniendo un gran rendimiento de la ROSS, a un tiempo transparente y aristada, en una lectura en la que el lirismo y la cantabilidad no estuvieron reñidas con la potencia sonora -que no el ruido- y el expresionismo. La puesta en escena de Nicolas Joel fue en conjunto bastante estimable. Hemos de reprochar, sin embargo, varias cosas. Por ejemplo, la irregular dirección de actores: unos muy pasados de rosca, otros más rígidos que una piedra. Además, diversas soluciones se nos antojan obvias (la protagonista copulando con la tumba de su padre) o ideológicamente discutibles (la identificación de la corrupción de los seguidores de Klytämnestra con la homosexualidad, incluyendo fogosos y largos magreos entre dos lacayos). La intemporalidad buscada mezclando épocas diversas en escenografía y vestuario estuvo más pretendida que lograda. Eso sí, se trata de una propuesta seria y profesional, respetuosa con los autores, creativa sin caer en narcisismos y plásticamente atractiva. Bien. En
conjunto, y con todos los elementos mejorables que se quiera, una Elektra
de lujo, y una intensísima noche de ópera. De lo más memorable que se
ha visto -vivido- en el Maestranza. ¡Ah! Excelente el extenso artículo
de Ramón María Serrera, y un acierto recuperar la soberbia traducción
del libreto a cargo del malogrado especialista Gonzalo Badenes.
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