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TRAS LOS APLAUSOSPor Bardolfo. Jerez de la Frontera. Teatro Villamarta. 13 de Febrero. Massenet: Manon. Reparto: Ángeles Blancas, Juan Lomba, Juan Tomás Martínez, Iñaki Fresán, Josep Ruiz, Cecilia Lavilla, María Pilar Burgos, Marina Pardo, Hugo Monreal, Ángel Tomás Pérez, Juan Guerrero Balber, Mario Benicio. Coro del Teatro Villamarta. Director del coro: Ángel Hortas. Orquesta Filarmónica de Málaga. Dirección musical: Enrique Patrón de Rueda. Dirección escénica: Maribel Belastegi. Aforo: casi lleno.
Tras tres horas y media de función, cae el telón. El público jerezano, que ha ovacionado los números que terminan en punta (con poca intensidad en la gavota, por carecer en esta función de un agudo que la corone), comienza a aplaudir con fuerza. Primeramente saluda el coro, cumplidor en sus partes mixtas, muy mediocres las mujeres en el coro de feligresas en San Sulpice; se les aplaude con calor: son de la tierra. A continuación comienza el desfile de miembros del reparto: vestida de griseta, Cecilia Lavilla recuerda a su madre, la gran Teresa Berganza, cuando cantaba La Cenerentola. Ahí acaba todo el parecido. Eso si, sus dos compañeras ni siquiera se asemejan a nadie. Las palmas son más débiles. Aparece De Brétigny, y sigue sonando el aplauso: no digo yo que haya que abuchear el sonido vacuno de su timbre, su escasa musicalidad y su falta de afinación, que arruinaron totalmente el cuarteto del segundo acto, pero si había que procurar que Hugo Monreal limara por lo menos alguno de esos defectos, en beneficio de todos. A continuación saluda el excelente Josep Ruiz, uno de los grandes comprimarios de la lírica española, que ha estado a su nivel habitual, pese a llevar una peluca que más parece de la era ye-ye que del siglo XVIII. Iñaki Fresán, muy corto de graves, ha asumido el personaje del Conde Des Grieux, padre del protagonista, con cierta nobleza en el fraseo, pero el Lescaut de Juan Tomás Martínez, torrencial instrumento, caudal oscuro y brusquedad en la emisión, es la antítesis del baryton-martin que pide el indolente y simpático primo de Manon: aquí el aplauso es más fuerte. Sube la intensidad de las palmas: ha salido el tenor. Pese a unos comienzos prometedores (pude escucharle un vibrante Miserere de Eslava en Sevilla y, en el mismo Villamarta, un competente Nemorino) la voz de Juan Lomba es hoy una enciclopedia del vibrato, cuyo sonido tremolante y molesto se impone a cualquier otra consideración. De todos modos, no es el elegante estilo francés, paradigma de un buen fraseo para cualquier tenor, y donde se han estrellado muchas primeras figuras, el mejor medio de expresión para este cantante que tiende al sonido gritón y a la óptica verista para retratar al atribulado Des Grieux. Y llegamos a la figura de la noche, la protagonista, la cantante a la que todos esperábamos como la gran atracción de la velada. Un fortísimo aplauso, gritos de brava, flores, para la diva: Ángeles Blancas. Su palmarés: una voz muy reducida en volumen (casi inaudible al no encararse al auditorio), varias amputaciones de notas comprometidas (en el aria de salida, en la gavota), afinación irregular, y, sobre todo, la sensación de no estar dando todo de sí sobre las tablas. Siendo como es una excelente actriz, su creación dramática fue superficial y escasamente seductora (en San Sulpice, quizás su momento más entregado, parecía una mantis religiosa dispuesta a devorar al macho), carente de la garra y la fuerza a que nos tiene acostumbrados: a fuerza de manierismos, de andares pélvicos, de expresiones desencajadas, su Manon no fue joven en el primer acto, ni dulce en el segundo, ni reina en el tercero, ni depravada en el cuarto, ni patética en el quinto. Su abuso de las notas graves, bastante forzadas por cierto, ayudó más a que la grácil Manon estuviera ausente de la sala. Se rumoreaba que había ensayado poco: mal camino para una artista, si, como este rumor parece indicar, hace distinciones entre los públicos de los diferentes teatros en función de la importancia de los mismos. Saluda el director: ataques bruscos, fraseo monótono, nula recreación y diferenciación de ambientes sonoros, decibelios al poder. Resultado: una impactante interpretación de la Electra de Richard Strauss. Que la ópera sea Manon de Jules Massenet es lo de menos: se le aplaude como si fuera Rudel, Pappano o el Lombard de los buenos tiempos (que, por supuesto, no son los de ahora). Pero lo mejor está al llegar: ¡salen a saludar la directora de escena y los responsables de escenografía (¿?) y vestuario! De aquella, decir que se muestra incapaz de mover al coro (no sabemos si por falta de espacio, de talento o de ambas cosas), que descuida sobremanera a Des Grieux (plano como un sello de correos) y que desconocemos su implicación en la visión vulgar que de Manon da la soprano: Blancas es mucha Blancas, y suele hacer lo que le viene en gana. La escenografía es otra historia: muchas veces me pregunto por qué los teatros pequeños se empeñan en realizar versiones en miniatura de las propuestas escénicas de los grandes coliseos, y que dan mayoritariamente como resultado los espantosos telones pintados de esta producción, con detalles como las bamboleantes columna del Hotel de Transilvania o el ridículo trianón dibujado en Cours La Reine, demasiado parecido a un inodoro invertido. ¿No quedaría mejor un fondo, neutro, o de algún color relativo al ambiente retratado en la escena? El cielo con las velas recortadas del acto quinto es buena muestra de ello. Correcto el vestuario, aunque es evidente que no puede pedírsele el lujo que requiere la moralizante historia del abate Prévost. Eso sí, mientras siguen los aplausos, recuerdo con algo de grima la espantosa peluca roja de la protagonista en el acto tercero, que la asemeja a las pobres prostitutas asesinadas por Jack el Destripador, o el vestido "puro Ferrero-Rocher" con maquillaje fantasmagórico incluido del acto cuarto. Muy desacertados esos dos detalles en un diseño por lo demás clásico y dignamente presentado (aunque las feligresas de Des Grieux en San Sulpice sean las mismas paseantes de Cours La Reine, como delata la purpurina de sus cabellos). Llegados a este punto, comienzan las palmas por bulerías: hora de irse, que yo no soy de Jerez.
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